ISSN 2709-9164

https://doi.org/10.53940/reys.v2i4.71                                                                                                                                                                                                                                               Vol. 2(4) 2021

 

Entre Escila y Caribdis: reflexiones en torno a las políticas de aseguramiento de la calidad universitaria en Chile y Perú

 

Between Scylla and Charybdis: Reflections on university quality assurance policies in Chile and Peru

 

Víctor Raúl Ahumada Bastidas1


 

 

 

 


 

Citar como: Ahumada Bastidas, V. R. (2021). Entre Escila y Caribdis: reflexiones en torno a las políticas de aseguramiento de la calidad universitaria en Chile y Perú. Revista Educación y Sociedad, 2(4), 4-27. https://doi.org/10.53940/reys.v2i4.71

Artículo recibido: 14-08-2021

Artículo aprobado: 29-10-2021

Arbitrado por pares

 

Resumen

El quehacer educativo está sujeto a un constante proceso adaptativo al entorno social, político y económico. Y en ese devenir evolutivo, en las últimas décadas, la universidad ha transitado por dos caminos antagónicos: la desregulación y privatización, por un lado, y, en la vereda de enfrente, el control y supervisión Estatal, con consecuencias totalmente disímiles cada una. Por tal razón, desde una aproximación conceptual-contextual, el presente trabajo busca analizar las semejanzas y diferencias en las políticas de aseguramiento de la calidad universitaria en Chile y Perú; haciendo especial énfasis en la situación del alumnado.

Palabras clave: calidad, licenciamiento, universidad, neoliberalismo, equidad

Abstract

The educational task is subject to a constant adaptive process to the social, political and economic environment. In this evolutionary development, over the last decades, the university has gone through two antagonistic paths: deregulation and privatization, on the one hand, and, on the sidewalk in front, State control and supervision, with very dissimilar consequences each. For this reason, from a conceptual-contextual approach, this paper seeks to analyze the similarities and differences in university quality assurance policies in Chile and Peru, with special emphasis on the situation of the student body.

Key words: quality, licensing, university, neo-liberalism, equity

1 Pontificia Universidad Católica del Perú (Perú).  vahumada@pucp.edu.pe        https://orcid.org/0000-0002-7197-326X


Introducción

La carrera profesional suele ser un término muy coloquial para referirse a los estudios cursados en una universidad; pero ¿contra quién o contra qué se corre? Son preguntas que surgen y que, por lo general, no existe una respuesta muy clara al respecto; toda vez que, por mucho esfuerzo que demande, un programa de estudios universitario no puede limitarse a la inmediatez y agitación de una simple carrera. Necesita de algo más. En cambio, navegar supone un viaje, un desplazamiento, un conocer de los ciclos de las mareas y, sobre todo, un ir entre pairos y derivas según las vicisitudes de la vida. Por ello, cursar estudios universitarios se asemeja mucho a la acción de navegar. 

En la mitología griega, Escila y Caribdis eran dos monstruos marinos que habitaban el estrecho de Mesina, cuyo paso se tornaba imposible para los viajantes. En una orilla del canal, se encontraba Escila, una ninfa con torso de mujer, cola de pez, de cuya cintura emergían seis perros rabiosos que devoraban a los hombres que osaban pasar por su lado. En el otro extremo del estrecho estaba Caribdis que mediante remolinos se engullía a la embarcación, no dejando a ningún sobreviviente.

Lo anterior, sirve para graficar las peripecias y dificultades que han tenido que realizar los alumnos de universidades no licenciadas en Chile y Perú que optaron, como única alternativa de acceso, por estudiar en universidades privadas de baja calidad educativa y que surgieron durante del boom universitario de las políticas neoliberales, y, por el otro lado, la sobrerregulación coercitiva del Estado representada con el cierre de universidades que amenazaba con truncar los sueños de contar con un título universitario. Así tenemos que, no importa qué lado del estrecho de Messina se haya elegido; lo importante es, cual galeote en las galeras, remar no solamente para no para no ser devorados, sino, sobre todo, para llegar a buen puerto.

Se ha utilizado esta metáfora para representar el agitado mar, plagado de torbellinos, que ha significado el devenir universitario en las últimas décadas, las causas de su precarización y segregación; así como también, las medidas adoptadas para revertir la problemática. En ese entender, las Políticas de Aseguramiento de la Calidad (PAC) surgieron como respuesta y ¿solución? al crecimiento desordenado de la oferta universitaria.

Pero dicho crecimiento no fue un acontecimiento exclusivo de Chile y Perú, y mucho menos de América Latina, sino más bien, constituyó un fenómeno mundial que se acentúo en las últimas décadas; generando una transformación del ámbito universitario. Así, se pasó de un sistema exclusivo para la élite a otro abierto, masificado y universal (Espinoza, 2017a) que permitió que millones de personas en el mundo pudiesen acceder a una educación superior. Por ejemplo, a inicios del siglo XX en el mundo solo existían 500 mil alumnos matriculados en universidades; lo que representaba menos del 1% del total de personas en edad para cursar estudios universitarios. Pero, en el año 2000 esta cifra aumentó a más de 100 millones de personas, representando el 20% de la cohorte mundial; incluso en países industrializados esta cifra representó el 50% u 80% del total de la población (Schofer y Meyer, 2005).

Asimismo, con respecto a la tasa bruta de matrícula, se observa que en 1960 habían 13 millones de personas matriculadas, aumentando a 152,8 millones en el 2018 (Superintendencia Nacional de Educación Universitaria [SUNEDU], 2020). Con ello, se puede inferir que este fenómeno mundial ha transitado solamente por un único camino: el crecimiento. Esto es, crece al margen de cualquier particularidad propia que pueda tener el país (Altbach, Levy y Dill citados en Benavides et al., 2015).

Para Espinoza (2017a) el aumento de la cobertura universitaria se explica, tanto en el acrecentamiento de la tasa de matrícula como en el aumento de universidades. Por ejemplo, América Latina es una de las regiones con mayor matrícula universitaria en el mundo, pasando de 10% en el año de 1970 a más del 40% en el 2011 (Barrera et al., 2016). De hecho, esta tendencia se acentúo entre los años 2013 al 2019 en donde el número de alumnos matriculados pasó de 19,9 millones a 23,3 millones (SUNEDU, 2020). Este aumento en la matrícula se debe al crecimiento galopante de nuevas universidades, que según diversos autores (Brunner y Ferrada, 2011; Saforcada et al., 2019; SUNEDU, 2020) aumentó de 75 en 1950 a 4081 universidades en el 2014; pero lo que resulta más controversial es que durante dicho periodo las universidades privadas (2753) crecieron más del doble de las universidades públicas (1328). Esta proliferación de universidades ha conllevado que América Latina sea catalogada como la segunda región con el mayor número de universidades privadas en el mundo, recibiendo en sus aulas al 53,2% de la población estudiantil (Saforcada et al., 2019).

Pero aquí, en América Latina, ¿en qué momento se expande la oferta universitaria? Para responder esta pregunta, Levy (2002, 2006) clasificó esta proliferación de universidades en torno a cinco olas evolutivas. Las dos primeras versan sobre el génesis de la universidad; esto es, aquellas universidades creadas durante la colonia o a inicios de la República y que fueron constituidas con un claro monopolio público (Landoni y Romero, 2006; Saforcada et al., 2019; Silas, 2005). Este tipo de universidades para Sánchez (como se cita en Levy, 1995) constituyó una triada conformada por el virrey, el arzobispo y el rector, los cuales personificaban el poder, el dogma y el conocimiento. Sin embargo, para el caso de las universidades privadas, Levy desarrolla tres olas adicionales. La Primera Ola corresponde al surgimiento de universidades privadas creadas y gestionadas a iniciativa de congregaciones religiosas de la Iglesia Católica, por lo general, jesuitas. Para Levy (2002, 2006) las universidades religiosas surgieron como respuesta a la descollante secularización del Estado y de la sociedad. En ese sentido, estas universidades van a buscar difundir los valores y postulados de la fe católica para estrechar los lazos con su feligresía; pero ¿qué estrategia utilizó la Iglesia Católica para recuperar el espacio perdido? Y la respuesta la encontró gestionando diversos centros educativos.

Por ejemplo, la Pontificia Universidad Católica de Chile (PUC), creada el 21 de junio de 1888, fue la primera universidad religiosa de gestión privada en América Latina (Landoni y Romero, 2006). En el caso peruano, tuvieron que transcurrir más de 28 años para que se fundara, un 24 de marzo de 1917, la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP).  Para Levy (2006), el perfil del egresado de las universidades confesionales estaba abocado a conseguir empleo ya sea en la administración pública o en el sacerdocio. Este rigor religioso imperante en los claustros universitarios se evidencia en las ceremonias oficiales de la universidad, como la graduación, en donde además de ser un acto académico eran esencialmente un evento religioso. Otra característica relevante es que el cargo de rector recaía en personas que ejercían el sacerdocio. En el caso de la PUC, sus seis primeros rectores fueron religiosos. Igualmente, en el caso de la PUCP, los cinco primeros rectores fueron sacerdotes.

Por otro lado, la necesidad de adaptarse al cambio, producto de la turbulencia política, social y económica imperante en las décadas de 1960-1970, propició que la PUC y PUCP implementaran cambios significativos en los órganos de gobierno. Por ejemplo, en el caso de la PUC, se observa una prolongada protesta de los estudiantes, que incluyó incluso la toma del local universitario, quienes exigían la implementación de una reforma académica e institucional que promoviese no solamente la modernización del claustro educativo sino también mayor producción científica y el fomento y mejora de las carreras de los investigadores y docentes. Producto de estas demandas estudiantiles, el monseñor Alfredo Silva Santiago tuvo que dirimir al cargo, designándose a Fernando Castillo Velasco, arquitecto de profesión, como el primer rector secular de la PUC, quien ejerció el cargo durante el periodo de 1967 a 1973 (Rolle, 2021). Por el lado de la PUCP, si bien es cierto no tuvo esas revueltas estudiantiles, sí hubo un proceso de modernización que vino de la mano con los grandes cambios tecnológicos y de innovación que se suscitaron en el mundo. En ese sentido, para estar a la vanguardia de esos nuevos vientos transformadores, se designó como primer rector laico a don José Tola Pasquel, un hombre de ciencias, matemático e ingeniero civil que, por su destacada labor docente, recibió las Palmas Académicas del gobierno Francés. De igual forma, el Estado Peruano le otorgó el grado de Amauta por su destaca labor educativa. Cabe mencionar que el doctor Tola ocupó el cargo de rector en dos periodos; el primero de 1977 a 1984 y, el segundo, de 1984 a 1989 (PUCP, 2017).

 

La Segunda Ola comprende a las universidades conocidas como de élite. Durante este periodo se acentuó el proceso migratorio interno, modificando no solamente la trama urbana de las capitales sino que también vino acompañado de más y nuevas demandas sociales de trabajo, salud, vivienda y educación que exigía la población recién asentada. Como consecuencia de ello, se amplió la cobertura educativa, la misma que incidió significativamente en la educación estatal (Silas, 2005), generando un efecto negativo en la gestión académica e institucional de las universidades públicas que se vieron desbordadas, no pudiendo satisfacer adecuadamente estas justas y legítimas demandas sociales. Lo anterior se explica desde dos aspectos. Primero, desde el plano académico, la calidad de las universidades estatales disminuyó al masificarse el servicio, abriéndose las aulas universitarias a una nueva población estudiantil con una formación heterogénea y limitada en conocimientos. Segundo, el crecimiento poblacional aumentó la demanda educativa, sin embargo, éste no tuvo un correlato con la oferta educativa; puesto que, las universidades estatales, por un tema de infraestructura y de recursos, no contó con la capacidad de atender estas demandas educativas de la población. Aunado a ello, durante los años de 1960 a 1980 las luchas sociales generaron una mayor politización de la educación estatal, con huelgas y manifestaciones que van a paralizar la prestación del servicio educativo (Landoni y Romero, 2006).

Entonces, esta masificación de la educación universitaria pública, con una educación cuestionada y precarizada, propició que los grupos de poder busquen seguir conservando su estatus social y, además, las credenciales académicas para que sus hijos sigan dirigiendo los negocios familiares (Silas, 2005). En este punto, es importante recordar que tradicionalmente la educación superior ha tenido una función de estratificación social, que de acuerdo con Weber (como se cita en Levy, 1995) fungía de “prueba de linaje”. Por consiguiente, con el surgimiento de las universidades de élite, se acentúo la diferenciación entre lo público y lo privado; la misma que, según Trow (2005) la educación de élite solamente tuvo por objeto formar a la clase dominante, constituyendo el acceso un privilegio por el alto costo de sus pensiones. Estas universidades de élite presentaron dos características esenciales: fueron laicas y tuvieron una fuerte vocación pragmática hacia lo empresarial; es decir, sus programas de estudios se estructuraron en función al boyante crecimiento económico de aquellas épocas.

Las universidades de élite en el Perú se empezaron a crear a partir de 1961, según se puede observar en la siguiente tabla:

 

Tabla 1

Universidades privadas creadas en el Perú entre los años de 1960 a 1979

Nombre

Año

Localidad

1

 Universidad Peruana Cayetano Heredia –UPCH

1961

Lima

2

 Universidad Católica de Santa María –UCSM

1961

Arequipa

3

 Universidad del Pacífico -UP

1962

Lima

4

 Universidad de Lima – ULIMA

1962

Lima

5

 Universidad de San Martín de Porres   -USMP

1962

Lima

6

 Universidad Femenina del Sagrado Corazón –UNIFÉ

1962

Lima

7

 Universidad Marcelino Champagnat -UMCH   

1968

Lima

8

 Universidad de Piura -UDEP

1969

Piura

9

 Universidad Ricardo Palma –URP

1969

Lima

10

 Universidad Andina del Cusco –UAC

1979

Cuzco

Fuente. Adaptado de Mora (2015); SUNEDU (2020).

De lo anterior se observa que, antes de 1961 solo existía una universidad privada (la PUCP); pero dado la aguda crisis de las universidades estatales y, también, producto de la presión de los sectores productivos (Cuenca, 2015) se empezó a gestar, especialmente en la capital limeña, una promoción de nuevas universidades privadas.

La Segunda Ola privatista en Chile tuvo un desarrollo fundacional totalmente diferente que sus pares peruanos, con una distribución geográfica más descentralizada a nivel nacional, como se puede observar en la siguiente tabla:

 

Tabla 2

 Universidades públicas y privadas en Chile, creadas antes de 1979

Nombre

Año

Localidad

Gestión

1

Universidad de Chile -UCh

1842

Santiago

Pública

2

Pontificia Universidad Católica de Chile –PUC

1888

Santiago

Privada

3

Universidad de Concepción -UdeC

1919

Concepción

Privada

4

Pontificia Universidad Católica de Valparaíso –PUCV

1928

Valparaíso

Privada

5

Universidad Técnica Federico Santa María -USM

1931

Valparaíso

Privada

6

Universidad Austral de Chile -UACh

1954

Valdivia

Privada

7

Universidad Católica del Norte -UCN

1956

Antofagasta

Privada

8

Universidad Tecnológica de Chile -INACAP1

1966

Santiago

Pública

Fuente. Elaboración propia a partir del Consejo Nacional de Educación de Chile.

1 Inicialmente fue creada como Instituto Nacional de Capacitación (INACAP) y, posteriormente, a raíz de la Reforma Universitaria de 1981 se dividió en tres instituciones del nivel superior.

 

El desarrollo de la Segunda Ola privatista tuvo características diferentes en Chile y Perú, no solamente por el tipo de gestión o por el número y la temporalidad en la creación de universidades, sino sobre todo en la distribución geográfica de la oferta universitaria. En el caso de Chile, sí se logró brindar un servicio descentralizado; puesto que, de las seis universidades privadas, solamente una se ubicó en la capital. Esta distribución cambia diametralmente en el caso peruano, en donde se observa que, de las diez universidades privadas creadas, siete se encuentran en Lima. Por consiguiente, esta aglomeración de universidades en la capital limeña va a generar una mayor inequidad socioeconómica y territorial con respecto a las regiones del interior del país; perjudicando no solamente el acceso sino también la democratización del servicio educativo universitario. Con ello, lamentablemente, se restringen las oportunidades de promoción del capital social al interior del país, ralentizando la implementación de políticas de desarrollo territorial que buscan mejorar el nivel de ingreso, las condiciones y la calidad de vida de la población de todas las regiones del país (Alburquerque y Pérez, 2012).

Finalmente, están las universidades de la Tercera Ola, las cuales se originan en un mundo “postcomunista”. De acuerdo con Silas (2005), estas universidades surgieron como alternativa de estudio para una población emergente que tuvo una considerable dificultad o imposibilidad para acceder a universidades confesionales (primera ola) o de élite (segunda ola). Es por ello que, estas instituciones educativas de la Tercera Ola son conocidas como universidades de “absorción de demanda excedente” (Saforcada et al., 2019). Pero, ¿qué quiere decir universidades de absorción de demanda excedente? Se refiere a aquellas universidades que, ya sea por su bajo costo o por su facilidad académica para estudiar, recibieron en sus aulas a alumnos que, por múltiples razones, no tenían ninguna opción de estudiar en las universidades confesionales o de élite (Landoni y Romero, 2006; Levy, 1995, 2006; Silas, 2005).

Pero, ¿qué quiere decir universidades de absorción de demanda excedente? Se refiere a aquellas universidades que, ya sea por su bajo costo o por su facilidad académica para estudiar, permitieron recibir en sus aulas a alumnos que, por múltiples razones, no tenían ninguna opción de estudiar en las universidades precedentes (Landoni y Romero, 2006; Levy, 1995, 2006; Silas, 2005).

Esta imposibilidad de acceso se debe, principalmente, a dos aspectos. Primero, el factor económico; puesto que, el elevado costo de las pensiones educativas constituía una barrera que resultaba inasequible de costear. Segundo, el aspecto académico, dada la rigurosidad de los exámenes de ingreso de las universidades públicas y privadas (confesionales y de élite) generó un desincentivo en las postulaciones (Landoni y Romero, 2006). Entonces, de lo anterior, se puede inferir que las universidades de la Tercera Ola eran la única opción de acceso para aquellas personas que no tenían ninguna opción (Levy, 2006). Por consiguiente, se puede afirmar que en realidad no era una decisión voluntaria y debidamente razonada, no, más bien era su única alternativa de estudio. Así tenemos que, el derecho de elegir la universidad va a variar significativamente entre aquellos postulantes a universidades privadas (primera y segunda ola) con aquellos de la tercera ola; mientras que para el primer grupo, su elección se va a sustentar en función a razones religiosas, académicas, sociales o económicas; para el segundo grupo, su única razón es ingresar como sea a una universidad. Y son, precisamente estas universidades las que van a presentar mayores inconvenientes para el cumplimiento de las PAC, como se verá en los próximos acápites.

Factores del crecimiento de la oferta universitaria: políticas neoliberales

Diversos autores (Benavides et al., 2015; Brunner y Miranda, 2016; Cuenca, 2015; Díaz, 2008; Espinoza, 2017; Mora, 2015; Palma, 2013; Saforcada et al., 2019; Schofer y Meyer 2005; SUNEDU, 2018 y 2020) han señalado que el explosivo crecimiento de la oferta educativa universitaria es multicausal; es decir, obedece a múltiples razones económicas, sociales, políticas, demográficas. Por ejemplo, la migración interna también fue un motivo para la creación de universidades; puesto que, ésta vino acompañada de diversas demandas sociales, siendo las educativas las que tuvieron mayor injerencia por la tan anhelada movilidad social (Benavides et al., 2015). Para Cuenca (2015) hay una consecuencia natural y directa entre ampliación de la cobertura de la educación secundaria y el crecimiento de la oferta educativa universitaria.

De todos los factores, anteriormente mencionados, han sido los sociales y económicos los que han ejercido mayor influencia. Así tenemos que, de acuerdo con Brunner y Miranda (2016) durante el periodo de 1990 al 2014, todos los países de la región Latinoamericana presentaron un aumento porcentual del Índice de Desarrollo Humano (IDH), mejorando el estado de bienestar social de la población. Esta mejora se puede evidenciar en el Informe de Desarrollado Humano del año 2019, realizado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, en donde de un total de 189 países evaluados, Chile está clasificado como un país con un desarrollo humano muy alto, ocupando el puesto 42. Por otro lado, el Perú registra la posición 82, siendo catalogado como un país con un desarrollo humano alto. Adicional a ello, el Perú en los últimos 16 años registra una tasa acumulada de 60,2% en el IDH; sin embargo, este crecimiento se ha dado con grandes desigualdades territoriales y con una marcada segregación social, producto de la falta de oportunidades y por la poca o deficitaria inversión pública en localidades del interior del país. Entonces, en el caso peruano, la proliferación y centralización de la oferta universitaria en la capital, Lima, ha agudizado la precarización del servicio educativo universitario, ensanchando las brechas sociales con las localidades del interior del país.

Para Fuenzalida (2009) la educación, además de su función formativa, va a cumplir un rol fundamental en la socialización de las personas y, para ello, es relevante que cuente con objetivos previamente establecidos; los cuales, señala el autor, deben girar en función al logro de tres niveles. El primer nivel, que se desarrolla de forma más general y transversal, está referido a la creación de un espacio de alta cultura, haciendo incidencia en las ciencias, humanidades, letras y artes que permitan conservar y valorar el patrimonio cultural del país. El segundo nivel, más especializado, está destinado al perfeccionamiento del desarrollo personal y profesional de los estudiantes. Y, finalmente, el tercer nivel está enfocado a desarrollar y mejorar la investigación, el desarrollo e innovación (I+D+i).

Sin embargo, estos loables propósitos -en la práctica- se han ido desvirtuando con los años; producto tal vez del pragmatismo educativo que ha dado mayor relevancia al mercado. Pero este cambio ontológico fue promovido, en gran parte, por la implementación de políticas públicas que ocasionaron una gran transformación del Estado, modificando su estructura, sus fines y, sobre todo, promoviendo la liberación de la economía (Benavides, 2016). Estas propuestas, en gran parte, buscaron despolitizar, desregularizar y privatizar los servicios públicos (Díaz, 2012). Y dentro de estos servicios estaba, lamentablemente, la educación. Es así que, a partir de la puesta en marcha de estas reformas, se utilizó la teoría del capital humano en donde se conceptualizaba a la educación como una inversión para el futuro laboral del estudiante; cuantificándose los retornos de dicha inversión en función a lo que obtendría el estudiante durante su trayectoria profesional (Espinoza, 2017b).

En tal sentido, se observa que la educación universitaria va a experimentar un cambio con respecto a los objetivos señalados por Fuenzalida (2009); dado que, la demanda del servicio va a procurar el retorno de la inversión, priorizando aquellas asignaturas que aseguren de forma pragmática mejores condiciones laborales, por encima de aquellas otras que hacen un mayor hincapié en el desarrollo integral de la persona, como son el arte, la cultura, la historia. Estos cambios paradigmáticos se pueden explicar si tomamos en consideración, como señala Cárdenas (2020), que la educación es un fenómeno social que responde a la naturaleza cambiante de las dinámicas sociales. Un claro ejemplo de ello lo constituye la prestación del servicio educativo virtual (tanto en la modalidad sincrónica como asincrónica) que las instituciones educativas tuvieron que adoptar ante la suspensión de las clases presenciales para evitar el contagio del Covid-19. Entonces, ante esta nueva dinámica social, en donde el factor del mercado va a tener un rol preponderante, la educación universitaria va a transformarse para responder, casi en exclusividad, las demandas del mercado laboral. Y en ese contexto, se podría afirmar que la educación ya no se concibe como una actividad con fines sociales y culturales; sino más bien va a empezar a tener un matiz transable, sujeto a un afán de lucro individual y empresarial (Díaz, 2012; Espinoza 2017a).

En este punto, cabe preguntarse: ¿por qué los países latinoamericanos marcharon al unísono en la implementación de estas reformas neoliberales? ¿Para qué se impuso el modelo de economía de libre mercado? Para responder estas preguntas, es preciso ubicarnos en el contexto histórico de aquellos años. En primer lugar, el tema económico constituyó un factor determinante para el cambio. Las políticas del Estado de Bienestar tuvieron un debacle, que algunos atribuyen a la crisis del petróleo de 1973 que generó un aumento desproporcionado del precio de barril del combustible y, con ello, aumentaron los cuestionamientos al citado modelo económico, dado que, se sustentaba en políticas redistributivas que demandaban una fuerte inversión pública que resultó perniciosa para el desarrollo económico de los países (Díaz, 2012); toda vez que al aumentar el barril de petróleo, los costos de producción también aumentaron, provocando un mayor costo de vida y despidos masivos que incrementaron los conflictos sociales. En esa coyuntura, los países latinoamericanos compartían un mismo hecho social: el caos.

De acuerdo con Bárcena (2014) en agosto de 1982 se inició el periodo denominado la “década perdida” de América Latina; tiempo caracterizado por una aguda crisis social, económica y política. Y uno de los factores que propiciaron tal denominación fue el fracaso del modelo económico de Industrialización por Sustitución de las Importaciones (ISI), imperante desde fines de la Segunda Guerra Mundial y que en su momento se concibió como el motor para emprender las grandes reformas estructurales que demandaba la sociedad. Sin embargo, con el transcurrir del tiempo y dada la excesiva protección y regulación de su concepción, el citado modelo solo generó manufactura con poca incidencia en el empleo calificado y, sobre todo, no logró concretizar el tan ansiado cambio social. Y ¿cuál fue el resultado? América Latina registró un alto costo social, en donde no solamente aumentó la pobreza sino que además significó el desplome de los diferentes indicadores económicos: una tasa de inflación por encima del 2,000%, una deuda externa impagable, retroceso del PBI, deterioro del nivel de ingreso de las familias, precarización de la calidad de vida; entre otros. Constituyendo, sin lugar a dudas, en el episodio económico más traumático en toda la historia de América Latina (Casilda, 2004).

Es así que ante este sombrío panorama y, sobre todo tras la caída del Muro de Berlín, se buscó dar solución a la problemática anteriormente señalada; implementándose lo que se conoce como las políticas de Consenso de Washington (Casilda, 2004). En este punto, resulta sumamente importante mencionar el rol que desempeñó el economista inglés John Williamson que, como profesor principal del Instituto Intemacional de Economía, organizó, en noviembre de 1989, la realización de la conferencia denominada: Latin American adjusment: how much has happened? En dicho evento académico, Williamson fue el expositor que, ante un público conformado por ministros de estado, economistas y representantes de los organismos internacionales, propuso diferentes medidas de liberación económica (Martínez y Soto, 2012). Las 10 propuestas planteadas fueron: disciplina fiscal, reordenamiento de las prioridades del gasto público, reforma fiscal, liberación financiera, tipo de cambio competitivo, liberación del comercio, política de apertura respecto a la inversión extranjera, política de privatizaciones, política desreguladora y, mayor protección al derecho de propiedad.

Como se puede inferir, estas políticas neoliberales se implementaron por dos motivos. El primero, el Estado había demostrado ser un pésimo gestor, demostrando ineficacia, burocracia y corrupción. Segundo, existía una fe ciega en el mercado para generar un mayor bienestar en la población; toda vez que podía asignar de forma óptima los recursos escasos de la sociedad (Reyes y Martín, 2019). Además, confluyeron tres procesos que fueron gravitantes para su implementación: la globalización, el desarrollo de nuevas tecnologías y la liberación del capitalismo financiero (Díaz, 2012). Otro factor trascendental para su implementación, lo constituye el accionar de tres organismos internacionales: el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), los cuales, a través de préstamos, misiones y recomendaciones, lograron consolidar el modelo económico planteado (Espinoza, 2017a, 2017b).

Estas políticas neoliberales se implementaron en todos los sectores del Estado. Y la educación no fue ajena a estos cambios; materializándose bajo una contrarreforma educativa sustentada en la descentralización, privatización y desregularización del sistema educativo (Díaz, 2012). Con la excusa de promover la oferta –que permita un mayor acceso a la educación de la población más vulnerable- y la libertad de los padres de familia de elegir el centro educativo más acorde para sus hijos; generando la mercantilización del servicio educativo (Casas, 2012).

Pero estas promesas se pueden sintetizar en aquella cita célebre del novelista Alexandre Dumas: “el amor inspira las más grandes hazañas e impide realizarlas”. Y efectivamente, algo similar ocurrió con el tema de la liberación y privatización del servicio educativo; puesto que se pensó que sería de gran beneficio para democratizar el acceso y mejorar la permanencia y la calidad del servicio educativo, dado que, con el incentivo del lucro se iba a generar una mayor competencia entre las instituciones educativas, mejorando las condiciones del servicio en beneficio del alumnado (Balarín et al., 2018).

Esta mejora educativa en función al incentivo del lucro se sustentó, de acuerdo con Mujica (2012), en la teoría económica que postulaba la elección racional del consumidor. Esto es, el padre o madre de familia haciendo un uso racional de su derecho de elección, tendría que escoger aquél centro educativo con mayores estándares de calidad y, producto de estos criterios de elección, se iba a producir una mayor competencia entre los diferentes centros educativos, eliminándose aquellos que no reuniesen las condiciones de calidad requerida. Es por ello que, Friedman (como se cita en Díaz, 2012) pensaba que para conseguir una mayor eficacia y calidad educativa, era necesario promover y fortalecer la competencia entre los centros educativos; consolidándose, con ello, el perfeccionamiento, la diversidad y la experimentación de la prestación del servicio educativo

Sin embargo, aquello que se pensó sería la fuente de respuesta a todas las interrogantes planteadas, terminó agudizando aún más la problemática del sector. En primer lugar, los resultados esperados de la teoría de la elección racional, difirieron sustancialmente al momento de elegir el centro de estudios; puesto que, como se evidenció, dicha elección no obedeció a factores de calidad educativa, como lo advierte Espinola (como se cita en Mujica, 2012), sino que entraron a tallar otras variables como la demografía social o el estatus de exclusividad de la institución educativa elegida. Es decir, la elección del centro de enseñanza terminó realizándose en función a la clase social a la que pertenecía la familia; con lo cual se agudizó la desigualdad y la segregación social. Por ejemplo, la población ubicada en los quintiles IV y V de mayores ingresos de la sociedad pudo acceder a una mejor educación, puesto que contaban con los medios económicos para pagarla. Por el contrario, la población ubicada en los quintiles I y II de menores ingresos, si es que tuvo la “suerte” de acceder a una educación privada, lo hizo ingresando a instituciones de dudosa reputación y de baja calidad educativa (Balarín et al., 2018; Espinoza, 2017a).

Aunado a esta problemática, con las reformas introducidas se avivó el temor de un cambio conceptual de la educación, dejando de ser un bien social para transformarse en un bien de consumo, en donde el estudiante podía ser concebido como un cliente-consumidor; con lo cual, las relaciones interpersonales entre docente y estudiante, dada la finalidad lucrativa de la institución educativa, podrían transformarse en una relación cliente-proveedor, dejando de ser una responsabilidad del Estado para convertirse en una mera relación comercial de servicios (Corvalán y García-Huidobro, 2015; Díaz, 2012; Espinoza, 2017b). Incluso, resulta llamativo que en los últimos años se haya posesionado el término de mercado educativo.

Neoliberalismo y los Chicago boys en Chile

La asunción de mando del general Augusto Pinochet Ugarte (1973 a 1990) no solamente vino acompañada por el cobarde bombardeo al palacio de La Moneda, a cargo del general Gustavo Leigh, comandante en jefe de la FACH; sino también de un nuevo orden político y social, caracterizado por la dureza e inflexibilidad del gobierno que no dudo en utilizar la violencia para silenciar a los opositores, como la aciaga “caravana de la muerte” a cargo del general Sergio Arellano Stark (Huneeus, 2016).

En el tema educativo, un hito central lo constituye la decisión del gobierno de intervenir a las universidades, designando como rectores delegados a oficiales de las Fuerzas Armadas; entre los que resalta, el vicealmirante Jorge Swett Madge, rector de la PUC, quien ejerció el cargo con el apoyo del Movimiento Gremial (gremialismo) encabezado por Jaime Guzmán, quienes iban a tener un rol protagónico en diferentes sectores del gobierno militar (Huneeus, 2016).

Además de los militares y los gremialistas, fueron los Chicago boys quienes ejercieron, en temas económicos, mayor influencia en el general Pinochet. La denominación de Chicago boys sirvió para identificar aquellos jóvenes egresados de la PUC y de la Universidad de Chile, quienes continuaron sus estudios en la Universidad de Chicago. Cabe precisar que fue la PUC y no la Universidad de Chile la que suscribió, en marzo de 1956, el convenio con la Universidad de Chicago que permitió el otorgamiento de becas para que los egresados chilenos pudieran estudiar en la universidad norteamericana. Para Délano y Traslaviña (1989) fue Harberger el mentor de los Chicago boys y Milton Friedman (fundador de la teoría monetarista), el guía espiritual. Además, este grupo de jóvenes profesionales fue liderado, en la década de 1970, por el economista Sergio de Castro y, posteriormente, por el ingeniero Hernán Büchi Buc quienes tuvieron un rol protagónico en las reformas introducidas por el gobierno militar (Huneeus, 2016).

Lo cierto es que, estos economistas fueron los artífices de las grandes reformas estructurales del estado chileno. Para ello, no solamente contaron con el aval del general Pinochet; sino que además tuvieron un contexto internacional, caracterizado por una aguda crisis social y económica, que sirvió como excusa perfecta para implementar sus políticas de reducción del gasto fiscal, control de la inflación, promoción de la inversión privada con la finalidad de dinamizar el crecimiento económico (Corvalán y García-Huidobro, 2015; Espinoza, 2017a; Palma, 2013; Saforcada et al., 2019). Es por ello que, algunos autores como Espinoza (2017a) afirman que a partir de las reformas introducidas, la educación superior empezó a considerarse como un subsector de la economía chilena.

En consecuencia, Chile no solamente fue el primer país en la región en implementar las políticas neoliberales sino que además lo hizo con una década de anticipación que sus pares latinoamericanos. Así tenemos que, de acuerdo con Corvalán y García-Huidobro (2015), el modelo neoliberal fue introducido como principio regulador del sistema educativo a inicios de 1979, mediante la Directiva Presidencial sobre educación nacional en donde se disponía que la responsabilidad del gobierno chileno iba a recaer exclusivamente en la educación básica; en tanto que la educación media y superior iban a ser prestadas por iniciativa privada.

En ese contexto de reformas estructurales, se promulgó en octubre de 1980 la Constitución Política de la República Chilena, de clara tendencia neoliberal, que sirvió de soporte legal para emprender las grandes transformaciones planteadas. Y con su aprobación, se produjo consecuentemente la reducción del gasto público en la etapa universitaria, delegando dicha función al sector privado; toda vez que, para Friedman (como se cita en Díaz, 2012) el aumento del gasto público en años anteriores no se había reflejado en una mejora educativa que sirviera para justificar tal inversión. Las nuevas disposiciones constitucionales consagraban la iniciativa privada, como pilar fundamental del nuevo modelo económico; otorgando el derecho de abrir y gestionar instituciones educativas, sin ninguna limitación; salvo aquellas que infringían la moral, las buenas costumbres o el orden público (Consejo Superior de Educación [CSE], 2009). Posteriormente, mediante Decreto con Fuerza de Ley 1 (DFL), de fecha 3 de enero de 1981, se permitió que las universidades pudiesen constituirse como personas jurídicas sin fines lucrativos (artículo 15). Para ello, se dispuso de un procedimiento sumamente flexible y simplificado para la creación de universidades. Entonces, se puede inferir, que estas modificaciones legales, sirvieron como hitos legales para la reforma de la educación superior chilena; especialmente con respecto a los ámbitos de organización, funcionamiento y financiamiento de universidades, cambios que, valgan verdades, siguen vigentes hasta la actualidad (Mendes et al., 2005; Saforcada et al., 2019).

Los efectos de estas reformas se pueden observar en tres ámbitos: inversión pública, diversificación del sistema educativo superior y financiamiento del servicio. Así tenemos que, con la implementación de estas políticas hubo una reducción del 40% de la inversión pública, durante el periodo de 1980 a 1990, (Mendes et al., 2005). En segundo lugar, se promovió la diversificación del sistema educativo superior, mediante la creación no solamente de nuevas universidades, sino también a través de la creación de nuevas instituciones educativas de tipo no universitario, como Institutos Profesionales (IP) y Centros de Formación Técnica (CFT) (Palma, 2013). Esta política de fomento a la iniciativa privada propició un aumento significativo en el número de instituciones, pasando de 8 universidades en 1980 a 281 en el 1994; la cuales estuvieron clasificadas en: 70 universidades (25 gozaban de plena autonomía y se circunscribían dentro del Consejo de Rectores de Universidades Chilenas, CRUCH), 76 eran IP y 135 CFT (Subsecretaría de Educación Superior [SIES], 2021).

Para Marshall (2010) esta proliferación de instituciones de educación superior (IES) tuvo por objeto no solamente la expansión de la cobertura educativa, sino también la promoción de la competencia y la diversificación. Sin embargo, como muy bien advierte Mendes et al., (2005), esta política de apertura a la inversión privada, escondía la intención de romper con el monopolio que tenían las ocho universidades ya existentes antes de la reforma. Aunado a ello, para Délano y Traslaviña (1989) el modelo neoliberal impuesto requería de actos de atomización de las organizaciones sociales, y, en ese sentido, las dos únicas universidades públicas (Universidad de Chile y la Universidad Tecnológica de Chile) fueron subdivididas en 14 universidades regionales que, de acuerdo con Espinoza (2017b), eran más fáciles de controlar y administrar por el gobierno militar de Pinochet; sofocando, además, cualquier acto de insurgencia popular en los claustros universitarios.

Si bien es cierto, con la expansión de la cobertura educativa, se pudo conseguir algunas metas, como la ampliación de la tasa de matrícula que permitió que más de un millón de jóvenes entre los 18 y 24 años pudiesen acceder a estudios superiores. Sin embargo, como muy bien señala Rodríguez (2012) dicho acceso fue desigual; puesto que, solamente un 19,1% de estudiantes proveniente de los sectores más empobrecidos de la población chilena pudo acceder a cursar estudios superiores –principalmente en IP y CFT-; en contracara de ello, el 93,3% del sector más pudiente de la sociedad chilena, sí pudo ingresar a una universidad.

Para diversos autores (Díaz, 2012; Espinoza, 2017a, 2017b; Mendes et al., 2005; Palma, 2013) esta desigualdad para acceder a una IES generó una mayor inequidad, estratificación y segregación social; puesto que la elección y, sobre todo, el acceso estaba delimitado por el nivel socioeconómico del estudiante. Por ende, se puede afirmar que en cierta medida dicha diversificación de las IES resultó perniciosa, tanto en el tiempo presente del estudiante (iba a recibir una educación de menor calidad) como en el futuro laboral del alumno (iba a recibir una menor remuneración, menores condiciones laborales, dificultad para acceder a estudios de posgrado, entre otros); toda vez que los empleadores, al momento de decidir la contratación de sus trabajadores, van a preferir aquellos egresados de universidades altamente calificadas, en desmedro de aquellas otras con menor prestigio (Hoekstra, 2009). Así tenemos que, de acuerdo con Palma (2013) las personas con carreras universitarias, en su primer año de egreso, van a percibir una remuneración, aproximada, de USD 1,000; en cambio, los egresados de IP recibirían USD 700 y los de CFT no van a alcanzar ni los USD 600. Esta diferencia remunerativa, señala el autor, se va ampliar en la medida que transcurra el tiempo; así por ejemplo, en el noveno año los egresados de universidades obtendrán una diferencia remunerativa de USD 800 y USD 1,000 con respecto a los egresados de IP y CFT; con lo cual se puede colegir que la inversión en estudios universitarios resultó más rentable que aquella realizada en IP y CFT.

Sin embargo, para poder acceder al nivel universitario y así cumplir los sueños de movilidad social, la juventud chilena tuvo que recurrir al endeudamiento bancario, que se efectúo mediante condiciones leoninas y altas tasas de interés (Espinoza, 2017a, 2017b). Un caso emblemático y que grafica perfectamente esta situación, lo constituye el acto solidario y humano de David Cortés, quien con un millón de pesos chilenos compró, por remate, la cartera de créditos que mantenía la Universidad de Artes y Ciencias Sociales (ARCIS); prometiendo la condonación de la deuda a los ex estudiantes de la cerrada universidad (Televisión Nacional de Chile [TVN], 2021).

El tercer efecto de las reformas implementadas, esto es, el financiamiento universitario, tuvo como propósito reducir el costo fiscal por alumno, incrementar los ingresos económicos de las universidades a través del cobro de matrícula y pensiones (dejó de ser gratuita) y, sobre todo, se promovió un conjunto de becas y créditos otorgados por el Estado[1] y el sistema financiero (Espinoza, 2017a; Palma, 2013).

No obstante, este cambio en el financiamiento universitario generó una mayor participación de fuentes privadas (sistema financiero) y, en menor medida, contó con presupuesto del tesoro público. El financiamiento público se realizó, de acuerdo con Espinoza (2017a), mediante dos mecanismos claramente delimitados: el Aporte Fiscal Directo (AFD) y el Aporte Fiscal Indirecto (AFI). El AFD va a operar en favor de aquellas universidades pertenecientes al CRUCH y el AFI a favor de las universidades que lograsen reclutar a los 27,500 mejores alumnos de la prueba de selección universitaria (PSU).

Este cambio en el financiamiento universitario, como lo veremos más adelante, desencadenó no solamente una mayor desigualdad y segregación social, sino que también fue el caldo de cultivo de las protestas estudiantiles que se gestaron en el siglo XXI y que cobró mayor notoriedad en el 2006 con la conocida “Revolución Pingüina” (Corvalán y García-Huidobro, 2015).

Neoliberalismo y el Decreto Legislativo 882 en el Perú

La implementación de las políticas neoliberales en el Perú, guarda muchas semejanzas con lo acontecido en Chile. Así tenemos, por ejemplo, dos similitudes claramente definidas. La primera, estas políticas se gestaron en gobiernos dictatoriales. En el caso chileno, como hemos visto, bajo el mando militar de Augusto Pinochet y, en el caso peruano, bajo la gestión de Alberto Fujimori Fujimori. La segunda semejanza estriba, en que ambos gobiernos tuvieron que modificar sus cartas magnas. Chile lo hizo en 1980 y, un año después, emprendió la reforma educativa. En el caso peruano, la nueva Constitución se aprobó en 1993 y, tres años después, se expidió la norma que promovió la privatización de la educación.

La Ley de promoción de la inversión privada en el sector educativo (Decreto Legislativo 882) constituye un antes y un después en la educación peruana y tuvo por finalidad modernizar la educación, ampliando la oferta así como también la cobertura. De manera que, el marco legal propició y fomentó el surgimiento de instituciones educativas de naturaleza societaria; esto es, con finalidad lucrativa.

Para ello, el gobierno de Fujimori siguió la misma ruta trazada por Pinochet: aprobó una nueva Constitución en donde se consagró la iniciativa privada (artículo 58). Esta prerrogativa, de acuerdo con el Tribunal Constitucional (2013), contempla la facultad que posee toda persona para desarrollar, de forma autónoma y según su parecer, cualquier actividad económica que le procure un beneficio o ganancia; con lo cual, se permitía que cualquier persona pudiese ser propietaria de instituciones educativas.

Para Balarín et al. (2018) después de más de 20 años de promulgado el Decreto Legislativo 882, se cumplió en parte con los objetivos trazados; esto es, se amplió la cobertura educativa; pero a un costo demasiado alto, puesto que, aumentó la informalidad y la precarización del servicio educativo, caracterizándose por una cuestionable calidad que no contó con un marco regulador que controle y supervise las actividades educativas brindadas por instituciones privadas.

De manera que, la falta de control y regulación estatal propició la proliferación de universidades y filiales de forma masiva. De acuerdo con Benavides (2016) la oferta universitaria aumentó en un 200%; pasando de 56 universidades en 1996 a 140 en el 2015. Asimismo, según Mora (2015), este crecimiento se debió en gran parte a las universidades privadas con fines lucrativos, las cuales aprovechándose de la flexibilidad normativa de aquellos años, no tuvieron reparos en funcionar en locales que no contaban con las mínimas condiciones de infraestructura para el servicio educativo (centros comerciales, mercados o en el segundo piso de restaurantes).

En el caso de las universidades estatales, éstas fueron creadas por populismo y clientelismo político, careciendo de un estudio técnico que garantizara la disponibilidad de recursos humanos y económicos para la prestación del servicio educativo; por ejemplo, mediante la Ley 29659 aprobada por el Congreso de la República del Perú se creó la Universidad Nacional Tecnológica de San Juan de Lurigancho, pero al carecer de un local institucional, se dispuso que funcionara sobre la base del Centro Preuniversitario de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Similar situación se advierte con la creación de la Universidad Nacional Autónoma Altoandina de Tarma (Ley 29652) que fue creada sobre la base de la filial de la Universidad Nacional Daniel Alcides Carrión y la sede de la Universidad Nacional del Centro del Perú. Posteriormente, dicho artículo fue declarado inconstitucional por el Tribunal Constitucional. Otro caso anecdótico de populismo y clientelismo político lo constituye la Ley 29668 que creó la Universidad Autónoma Municipal de Los Olivos. Cabe mencionar que la iniciativa legal fue presentada por el entonces alcalde distrital, Felipe Castillo Alfaro, quien utilizando recursos e infraestructura de la municipalidad, logró que se le designara como rector de la citada universidad.

Además, de acuerdo con Mora (2015) las universidades peruanas no garantizaban un mínimo de calidad; pero si mantenían algo en común: el lucro. Por ejemplo, el autor descubrió que los rectores de universidades estatales recibían un “bono de productividad” entre S/.80,000.00 y S/.200,000.00 mensuales por concepto de admisión, academias preuniversitarias, cursos de postgrado o por el otorgamiento de grados académicos. En el caso de las universidades privadas, presentaban, además, otro rasgo característico: antes habían sido institutos y academias pre universitarias que no contaban con las condiciones mínimas para ofertar el servicio universitario.

Por consiguiente, este explosivo y desordenado crecimiento de universidades, sumado a la baja calidad repercutió negativamente en la inserción laboral de los egresados universitarios, especialmente en dos indicadores: el desempleo y el subempleo profesional. Así por ejemplo, de acuerdo con el Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo [MINTRA] (2018) el 52,8% de trabajadores se desempeñan en puestos de trabajos que no guardan relación con la carrera profesional estudiada. Pero esta problemática no solamente afecta al estudiante-trabajador sino también al empleador; puesto que, el 43% ha manifestado una gran dificultad para la selección de personal idóneo, dado que, los postulantes no reúnen las habilidades técnicas necesarias para el puesto (MEF, 2018). Asimismo, para Yamada et al. (2016) solo el 62% de las combinaciones universidad-carrera muestran retornos económicos positivos; evidenciándose que, los egresados de instituciones educativas de mayor calidad van a obtener una diferencia remunerativa de 17,3% adicional que los egresados de otras instituciones educativas de menor calidad. Esta deficitaria situación de la educación universitaria tiene un impacto negativo en los indicadores económicos del país, en donde lamentablemente el Perú ocupa un lugar crítico en los rankings mundiales; por ejemplo, de acuerdo con el Foro Económico Mundial 2019 (WEF por sus siglas en inglés) de 141 países evaluados, el Perú se encuentra en el puesto 81 y 110 en formación profesional y habilidades de sus graduados universitarios, respectivamente.

Políticas de Aseguramiento de la Calidad Universitaria en Chile y Perú

La educación, como ya se ha mencionado anteriormente, responde a las condiciones cambiantes de su entorno; ya sean estas sociales, políticas, económicas o sanitarias como lo acontecido con el Covid-19. Y es precisamente en ese devenir fluctuante del quehacer educativo que, resulta sumamente interesante la propuesta de Cárdenas (2020) quien formula cuatro escenarios fenomenológicos para entender esta naturaleza cambiante e incierta de las dinámicas sociales. Así tenemos que, el citado autor plantea la Entropía[2] Educativa, término extrapolado de la física y que sirve para explicar el aumento de la desorganización dentro del sistema educativo. Cabe mencionar que la entropía, segunda ley termodinámica, supone que en todo sistema físico existe un grado de desorden y es precisamente la entropía la medida de dicha alteración. En ese entender, la entropía será positiva cuando al incrementarse, aumenta la desorganización, jugando un rol determinante el azar para lograr el equilibrio. Y es negativa, cuando al reducirse la entropía, existe mayor orden. Es por ello que, se podría afirmar que el crecimiento exorbitante y desordenado de la oferta educativa universitaria presenta una mayor entropía y, por consiguiente, como señala Cárdenas (2020), podría servir como un mecanismo de reorganización y reconceptualización para responder de mejor manera a las condiciones cambiantes del entorno.

Para Rodríguez (1991) asegurar la calidad educativa a nivel universitario, permite generar un sistema de perfeccionamiento continuo (tanto de autoevaluación como de evaluación) permitiendo que la misma institución pueda conocer sus debilidades y fortalezas con la finalidad de que pueda planificar y organizar su desarrollo institucional para brindar una educación de calidad. Similar opinión, se encuentra en Lemaitre y Zenteno (2012), en donde el acceso a la información juega un rol preponderante para la educación superior; puesto que, el AC responde a una pluralidad de propósitos y marcos metodológicos en función a la diversidad de intereses y necesidades; pudiéndose agrupar en tres categorías: control, garantía y mejoramiento.

Pero antes de abordar las PAC, resulta necesario preguntarse ¿qué es la calidad? Una gran cantidad de autores (Coloma y Tafur, 2001; Escudero, 2003; Espinoza y González, 2008; Lemaitre y Zenteno, 2012; Schindler et al., 2015; UNESCO, 2018, Yáñez, 2014) coinciden en señalar que, pese a su gran importancia, el término calidad resulta ser un concepto ambiguo o relativo en función de quién lo usa, para qué, o bajo qué circunstancias sociales, políticas o educativas. Incluso, para Pascual (2006) es un término polisémico, que permite un uso diverso para justificar las decisiones adoptadas. En todo caso, una definición que ha servido de guía en la elaboración de las PAC es la que propuso la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura [UNESCO] (1998) que definió a la calidad como un concepto pluridimensional que comprende todas las funciones y actividades propias de la institución educativa; tanto en materia académica, personal docente, estudiantes, actividades de investigación, infraestructura, equipamiento, servicios a la comunidad; entre otros. Una posición más extrema, la encontramos en Escudero (2003) quien afirma que la calidad tiene múltiples caras; puesto que su basamento es de índole ideológico y socialmente cambiante en función de los actores que la empleen.

La calidad, en el mundo educativo, presenta diferentes acepciones, las cuales han sido agrupadas por Harvey y Green (como se cita en Escudero, 2003; Espinoza y González, 2008; Lemaitre y Zenteno, 2012; SUNEDU, 2018; Yáñez, 2014) en cinco grandes categorías:

1.     El concepto de calidad como excepción, presenta tres variantes:

a)                 La primera hace referencia a la calidad como algo exclusivo y distintivo, en donde el producto o el servicio solo están reservado para algunos elegidos; por eso es la más tradicional y arcaica de todas, encontrándose actualmente en desuso. Para Escudero (2003) esta concepción representa un asunto de privilegios y privilegiados.

b)                 La calidad como excelencia en el cumplimiento de estándares superiores; tiene un enfoque insumo-producto, en donde resulta relevante la reputación de la institución y el nivel de recursos (humanos, físicos, financieros, etc.) que repercutirá en mejores resultados.

c)                 La calidad como cumplimiento de las condiciones mínimas.

2.     El concepto de calidad como consistencia y eficiencia con que determinados procesos contribuyen al logro de los objetivos, supone que los procesos implementados por la institución obedecen al cumplimiento de protocolos o especificaciones técnicas que garantizan la calidad. Para ello, se fundamenta en dos premisas: cero defectos y hacer bien las cosas. El primero, está muy relacionado con la cultura de calidad, en la que todos los miembros de la organización participan y son responsables del producto final. El segundo, supone que no hay errores en el proceso e involucra una responsabilidad compartida de todos los miembros de la comunidad.

3.    El concepto de calidad como adecuación a un propósito. De todas, es la versión más neoliberal y supone que la calidad se mide en función a la capacidad que tiene la institución para satisfacer las necesidades y expectativas del usuario o cliente. Por ejemplo, un criterio sería el nivel de empleabilidad de los egresados, o la producción científica que se produzca. En ese entender, una institución es de calidad cuando de forma eficiente y eficaz logra cumplir con los objetivos propuestos. El problema de esta concepción es que no se ha logrado determinar quién es el que define el propósito, ¿la universidad?, ¿el estudiante?, ¿la sociedad? Sin embargo, más allá de estas interrogantes, para Escudero (2003) es la versión más en boga y querida por la mentalidad mercantil.

4.    El concepto de calidad como rendición de cuentas; está más relacionado al uso eficiente de los recursos y a los retornos que genera la inversión educativa en los alumnos. Es decir, hay un factor económico preponderante en donde se incentiva la competencia entre las instituciones para ofrecer un mejor servicio.

5.    El concepto de calidad como transformación. Que supone un cambio cualitativo en donde la educación es vista como un proceso participativo que empodera al estudiante. Por consiguiente, una educación de calidad sería aquella que efectúa cambios positivos en el estudiante, dotándoles de las herramientas necesarias para que él genere su propia transformación.

Pero a pesar de estos múltiples conceptos, la calidad de la educación superior, de acuerdo con Espinoza y González (2012) se puede reducir en dos enfoques: el primero relacionado al cumplimiento de condiciones mínimas de calidad que garanticen a los egresados las competencias necesarias para un eficiente desempeño laboral y, el segundo, amerita que las instituciones de forma voluntaria se planteen metas de mejoramiento continuo del servicio y que tengan la predisposición de recibir a personas externas a la institución para el proceso de evaluación y de mejora. Los citados autores coinciden en que ambos enfoques pueden combinarse entre sí a fin de lograr un SAC más idóneo e integrado.

Para Black et al. (2015) existe cuatro formas de organizar la regulación de la educación superior: aleatoriedad forzada, supervisión, rivalidad y mutualidad; las cuales se suelen combinar en función de la SAC que se adopte. De igual forma, para Espinoza y González (2008) toda PAC se sustenta en dos enfoques:

a)                  Enfoque de cumplimiento de estándares o condiciones básicas de calidad, son de carácter obligatorio (impuesta por el gobierno) y permiten garantizar al egresado contar con los conocimientos y competencias necesarias para desempeñarse adecuadamente en el mundo laboral.

b)                 Enfoque de mejoramiento continuo de la calidad, el cual involucra que las instituciones, de forma voluntaria, planteen metas de superación, contando con la presencia de agentes externos que coadyuven al proceso de implementación de mejoras, especialmente en el ámbito de gestión y cultura.

A razón de estos dos enfoques, se han elaborado diferentes modelos de evaluación para el mejoramiento de la calidad educativa. Por ejemplo, el Mecanismo Experimental de Acreditación de carreras universitarias del MERCOSUR (MEXA), el Modelo del Centro Interuniversitario de Desarrollo [CINDA] que evalúa instituciones y programas, el Modelo Deming, el Modelo ISO, el Modelo de Gestión de la Calidad Total (TQM) y el Modelo Europeo de Gestión de la Calidad (EFQM); estos dos últimos evalúan a las instituciones en su totalidad (Coloma y Tafur, 2001; Espinoza y González, 2008; Lemaitre y Zenteno, 2012; Yáñez, 2014).

Sistema del Aseguramiento de la Calidad Universitaria en Chile

Después de las reformas introducidas en la década de 1980 (nueva Constitución y la dación de los DFL núms. 1, 2, 4, 5 y 24) y ante la problemática que éstas habían generado, se da un hito trascendental para la educación chilena: la dación de la Ley 18,962, Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE), creándose el Consejo Superior de Educación (CSE) para verificar y aprobar el proyecto institucional de las nuevas universidades mediante un proceso denominado acreditación (posteriormente denominado licenciamiento). Cabe advertir que este nuevo marco legal no tenía antecedente en ningún país del mundo; creándose, para ello, diversos mecanismos e instrumentos de evaluación y, sobre todo, invitando a la comunidad en general a participar en campañas de difusión y sociabilización que tuvieron por objeto poner en agenda aquellos aspectos tan relevantes referidos a la calidad educativa. En ese sentido, el CSE se constituyó en un referente en toda la región latinoamericana en la elaboración de principios, modelos, técnicas e instrumentos del AC de la educación superior (CSE, 2009).

No obstante los buenos propósitos de la LOCE, ésta por un principio del Derecho no podía aplicarse de forma retroactiva. Es decir, la exigencia de cumplir con los requisitos de la acreditación (actualmente licenciamiento) estuvo supeditado a la condición de haber conseguido el grado de autonomía, lo cual supuso tres escenarios. El primero, aquellas universidades autónomas (especialmente las del CRUCH) estaban exoneradas, quedando exentas del mandato imperativo de la LOCE. El segundo escenario, que puede denominarse de cumplimiento obligatorio, comprendía aquellas nuevas universidades e IP de gestión privada que fueron creados con posterioridad a la LOCE y que estaban obligadas al cumplimiento del mandato legal. Y, finalmente, la voluntaria, para aquellas universidades que pese a haber sido creadas con anterioridad a la LOCE, no había alcanzado su plena autonomía. En este último caso, el artículo 83 de la LOCE otorgaba dos alternativas de solución: optar por el sistema de licenciamiento o continuar con los procesos de examinación.

Posteriormente, el 17 de noviembre de 2006, se publicó la Ley 20.129 que aprobó el Sistema Nacional de Aseguramiento de la Calidad de la Educación Superior integrado por el Ministerio de Educación (a través de la Subsecretaría de Educación Superior), el Consejo Nacional de Educación (anteriormente denominado Consejo Superior de Educación), la Comisión Nacional de Acreditación y la Superintendencia de Educación Superior. Para Yáñez (2014) la Ley 20.129 estableció un sistema complejo, con diferentes actores. Por un lado, el Consejo Nacional de Educación (CNED) encargado del proceso de licenciamiento de nuevas instituciones de educación superior privadas. Por otro lado, tenemos al CNA encargado de la acreditación; pero también se incorporan las agencias privadas, previamente autorizadas, para coadyuvar al proceso de acreditación de carreras y, finalmente, tenemos a la División de Educación Superior del Ministerio de Educación (DIVESUP) encargado de organizar y mantener actualizado el sistema informativo.

Una posición más crítica la encontramos en Basso (2016) para quien la citada ley presenta una serie de limitaciones y deficiencias, tanto de forma como de fondo. Por ejemplo, el proyecto de ley de acreditación fue remitido al Parlamento Chileno el 21 de abril de 2003 y recién fue promulgado el 23 de octubre de 2006; es decir, tardó más de 3 años y 6 meses en debatirse y aprobarse, con lo cual, se puede inferir cierta desidia para mantener el statu quo. Pero esta indiferencia o empecinamiento, como señala Basso (2016), obedece a la intención de seguir manteniendo el modelo de libre mercado imperante en la educación superior chilena.

Otro cuestionamiento que realiza el autor, es el referido a que la acreditación no versa sobre parámetros objetivos de calidad que puedan ser aplicables de manera general a cualquier IES; por el contrario, de manera ad hoc, solo cumple con verificar si la IES, sujeta a evaluación, cumple realmente con su proyecto institucional. De manera que, el CNA solo puede remitirse a verificar si la IES ha incorporado mecanismos de autorregulación y políticas internas de AC que permitan el cumplimiento efectivo de su proyecto institucional. Finalmente, señala Basso (2016), otro aspecto cuestionable de la Ley 20.129 lo constituyen las agencias privadas de acreditación; toda vez que al tratarse de una relación de consumo, en donde la agencia es la “proveedora” que cobra por su servicio y la IES es el cliente que paga para ser evaluado. En ese caso, se podría suscitar que, para mantener fidelizado al cliente (IES), la proveedora (agencia) flexibilice los requisitos con la finalidad de otorgar la acreditación, con lo cual se enturbiaría el proceso de AC de la educación superior.

Sistema del Aseguramiento de la Calidad Universitaria en Perú

La necesidad de normar y garantizar la calidad del servicio educativo, recién se implementó en julio del 2003 con la Ley 28044, Ley General de Educación (LGE). Antes de ello, no existía en la legislación peruana ningún SAC. Incluso, si se revisa la anterior Ley de Educación, Ley 23384 (actualmente derogada) solo contemplaba un tipo de evaluación: la de los estudiantes. Con respecto a la educación universitaria, la anterior Ley Universitaria, Ley 23733, (actualmente derogada) otorgaba a la Asamblea Nacional de Rectores (ANR) la facultad de supervisar el correcto funcionamiento de las universidades, contando con opinión vinculante para la creación de facultades. Sin embargo, como se puede advertir del mismo marco legal, la ANR no contaba con lineamientos ni criterios objetivos para dicho fin. Posteriormente, en enero de 1995 se emitió la Ley 26439 (actualmente derogada) que creó el Consejo Nacional para la Autorización de Funcionamiento de Universidades (CONAFU); estableciéndose, como funciones, la de evaluar los proyectos y solicitudes de autorización de funcionamiento de las nuevas universidades. Por consiguiente, las universidades que contaban con autorización definitiva, pasaban a ser supeditadas por la ANR y, aquellas con autorización provisional, estarían sujetas a la CONAFU (SUNEDU, 2015).

Sin embargo, como señala Mora (2015) estas dos instituciones, además de ser ineficientes en sus fines institucionales, tenían serios visos de corrupción y parcialidad que deslegitimaba cualquier intento de introducir estándares de calidad en el sistema universitario peruano. Contrariamente a estas vicisitudes políticas, lo cierto es que a partir del nuevo milenio, la necesidad de contar con un SAC empezó a tener mayor relevancia. Ello en gran parte porque la política 12 del Acuerdo Nacional (2002) establecía el compromiso del Estado Peruano de garantizar el acceso universal a una educación pública, gratuita y de calidad. De manera que, el Estado asumía el compromiso de no solo asegurar el acceso universal e irrestricto para todos los peruanos y peruanas; sino que además, tenía el deber de mejorar la calidad de la educación superior pública. Aunado a lo anterior, la posición del Tribunal Constitucional (2010) fue fundamental, no solamente para la creación de la SUNEDU, sino también porque estableció que el acceso y la calidad de la oferta educativa son dos exigencias constitucionales de primer orden que no pueden ser desatendidas y, entre las cuales, debe primar un razonable equilibrio.

Como se había mencionado anteriormente, recién con la LGE se incorporó la calidad educativa como un principio de la educación peruana, siendo definida como aquella que asegura las condiciones adecuadas para una educación integral, pertinente, abierta, flexible y permanente. Pero el aspecto más relevante de la LGE, en materia de calidad, fue la creación del SINEACE. Sin embargo, la implementación del citado Sistema recién se pudo concretar, tres años después, con la dación de la Ley 28740; otorgándole, además, la potestad de establecer criterios, estándares y procesos de evaluación, acreditación y certificación de calidad que deben brindar las instituciones educativas en todas las etapas y niveles del sistema educativo peruano. Para tal fin, el SINEACE se estructuró en función a tres órganos operadores: el Instituto Peruano de Evaluación, Acreditación y Certificación de la Calidad de la Educación Básica (IPEBA) para evaluar a las instituciones de Educación Básica y Técnico-Productiva; el Consejo de Evaluación, Acreditación y Certificación de la Calidad de la Educación Superior No Universitaria (CONEACES) para institutos y escuelas de educación superior no universitaria, y el Consejo de Evaluación, Acreditación y Certificación de la Calidad de la Educación Superior Universitaria (CONEAU) con competencia exclusiva para evaluar universidades.

Como se puede advertir, el SINEACE presentó los mismos problemas que su par chileno; esto es, demoró más de 3 años para que se aprobara la ley. Además, con su puesta en marcha, el SINEACE registró ciertas anomalías que impidió un trabajado articulado y coordinado entre el Consejo Superior (ente rector) y los tres órganos operadores anteriormente mencionados; afectando con ello la eficiencia y funcionabilidad del sistema (British Council, 2016). Un caso preocupante que evidencia la falta de gestión prospectiva del SINEACE, se evidencia en que tuvo que “esperar” 11 años para que pudiera formar parte de la Red Iberoamericana para el Aseguramiento de la Calidad en la Educación Superior (RIACES), principal red de cooperación regional para el aseguramiento de la calidad. Así tenemos que recién el 5 de junio de 2017, el SINEACE firmó el convenio para poder ser miembro asociado del RIACES.

Pero lo peor vendría unos años después, específicamente, con lo dispuesto en la Décima Segunda Disposición Complementaria Transitoria de la Ley 30220, Ley Universitaria, en donde se dispone la derogación parcial de la Ley del SINEACE, dejando sin efecto al IPEBA, CONEACES y CONEAU. Además, esta derogación parcial vino acompañada de una “reorganización” del sistema; disponiéndose que el Ministerio de Educación constituyera un grupo de trabajo encargado de elaborar un proyecto de ley para su reforma integral, en un plazo no mayor de 90 días calendario, contados desde el 10 de julio de 2014. Conjuntamente, a fin de no dejar acéfalo el SINEACE, se dispuso la conformación de un Consejo Directivo Ad Hoc que asumiera las funciones necesarias para culminar las acreditaciones pendientes hasta la aprobación de la nueva ley.

A causa de esto, el 26 de mayo de 2015, el Poder Ejecutivo presentó al Congreso de la República del Perú el Proyecto de Ley 04534/2014-PE mediante el cual se propuso la creación del Consejo Peruano de Acreditación de la Educación Superior (COPAES); estableciéndose las responsabilidades, alcances y procedimientos necesarios para impulsar el mejoramiento continuo de la calidad de la educación superior mediante el proceso de acreditación de las instituciones y programas de educación superior. Con fecha 9 de junio de 2015, el dictamen de dicho proyecto de ley fue aprobado por la Comisión de Educación, Juventud y Deporte; sin embargo, nunca pudo ser agendado en el Pleno del Congreso para su debate y aprobación. A consecuencia de ello, al culminar el periodo legislativo fue remitido al archivo del Congreso de la República.

Posteriormente, con fecha 4 de junio de 2018, el Poder Ejecutivo volvió a enviar al Congreso una nueva iniciativa legal (Proyecto de Ley 02947/2017-PE) que propuso la reorganizar del SINEACE a través de la creación de un nuevo organismo técnico especializado denominado Consejo Nacional de Evaluación, Acreditación y Certificación de la Calidad Educativa (CONACED), encargado de regular los procesos de autoevaluación, evaluación externa, acreditación, supervisión, fiscalización y monitoreo de las instituciones educativas, así como también de los procesos de certificación de competencias. El dictamen recaído en el citado presente proyecto fue aprobado por la Comisión de Educación, Juventud y Deporte, en un tiempo récord de tan solo 4 días hábiles. Aquí también, y como en el caso anterior, tampoco ha podido ser debatido en el Pleno del Congreso de la República y, con ello, solo queda esperar que se cumpla el inexorable destino: el archivo.

Todo lo anterior, evidencia no solamente la poca voluntad de las autoridades peruanas por implementar un SAC transversal e integrado, en donde el licenciamiento y la acreditación cumplan roles complementarios, sino que además se puede inferir que existen ciertos intereses ocultos que buscan conservar el statu quo imperante desde la dación de la Ley Universitaria (2014), en donde el SINEACE es un ente inorgánico. Así pues, de continuar esta incertidumbre jurídica, la acreditación, como proceso non plus ultra de la calidad educativa, habrá mordido la manzana envenenada con Tripanosomiasis Africana (conocida como la enfermedad del sueño) produciéndole un largo y profundo sueño del cual, aún, no sabemos si despertará.

Proceso de Licenciamiento en Chile y Perú

Para Zapata y Tejeda (2009) la acreditación y el licenciamiento, como componentes de la calidad, difieren sustancialmente. El primero es interno y hace hincapié al mejoramiento continuo; mientras el segundo es externo y se enfoca en el control. Ahora bien, dentro del mismo procedimiento de licenciamiento vamos a encontrar diferencias muy marcadas en Chile y Perú. Así tenemos que, en el caso chileno, gracias al DFL 2, el CNED la entidad encargada de la administración del sistema del licenciamiento. Sin embargo, una particularidad que no encontramos en su par peruano es el relacionado a su ámbito de competencia; puesto que el CNED va a tener injerencia en los cuatro niveles educativos: parvulario (inicial), básica (primaria), media (secundaria) y superior.

El CNED es un organismo autónomo conformado por diez consejeros, los cuales, para ejercer el cargo deben ser académicos, docentes o profesionales destacados con una amplia trayectoria en docencia y gestión educativa. El tiempo de permanencia en el cargo es de máximo de seis años; renovándose por mitades cada tres años. Asimismo, la reelección en el cargo está prohibida por mandato de la ley.

En el caso peruano, mediante la Ley 30220, Ley Universitaria, se creó la Superintendencia Nacional de Educación Superior Universitaria (SUNEDU) como organismo público técnico especializado, adscrito al Ministerio de Educación. Sin embargo, esta disposición normativa fue uno de los puntos más álgidos de la crítica contra la SUNEDU. Por ejemplo, para Gallegos (2017) dicha dependencia funcional involucraría que las universidades estén sujetas al dominio arbitrario del gobierno de turno, generándose, así, un alto riesgo para la democracia y el Estado de Derecho.

Estas voces discrepantes a la Ley Universitaria se materializaron con la demanda de inconstitucionalidad de la Ley 30220 interpuesta por el Colegio de Abogados de Lima Norte, por Congresistas de la República y por el Colegio de Abogados de Lima quienes alegaban una supuesta violación a la autonomía universitaria contemplada en la Constitución Política del Perú y la restricción ilegítima del derecho de acceso a la educación universitaria, con una clara vulneración a los derechos a las libertades de empresa, contratación y al derecho al trabajo. Finalmente, en la sentencia del 15 de noviembre de 2015, el Tribunal Constitucional declaró infundadas las tres demandas de inconstitucionalidad contra la Ley Universitaria.

Ahora bien, en el caso chileno, el licenciamiento es un sistema de supervisión integral y de estricto cumplimiento para las nuevas IES privadas. No se aplica para instituciones públicas, ni para IES que hayan alcanzado su autonomía; ni tampoco para filiales y programas de estudios. Y, a diferencia de la acreditación, consiste en una evaluación externa y con un enfoque cualitativo que busca medir la viabilidad y el cumplimiento del proyecto institucional de la universidad (Yáñez, 2014). Otro aspecto trascendental y que difiere sustancialmente del modelo peruano, es el referido a los plazos. Si bien es cierto, el licenciamiento chileno, al igual que el peruano, está dividido en tres etapas claramente diferenciadas: evaluación, verificación y otorgamiento o denegación de la autonomía. Todo este proceso tiene una duración de seis años; pudiéndose ampliar el mismo a tres años adicionales si es que la universidad tuviese alguna observación en el cumplimiento de su proyecto institucional. Culminado dicho plazo, la universidad recibe la certificación de autonomía; caso contrario, el CNED debe solicitar al Ministerio de Educación la revocación del reconocimiento oficial, lo que conlleva el cierre definitivo de la universidad (CSE, 2009). Sin embargo, para Rodríguez (2012) el licenciamiento nunca tuvo por finalidad garantizar el cumplimiento de estándares de calidad; sino más bien consolidar el establishment a fin de otorgar un velo de legitimidad a aquellas universidades lucrativas para que puedan seguir funcionando.

En el caso peruano, el Licenciamiento es el cuarto pilar para el aseguramiento de la calidad educativa, y ha sido concebido como un procedimiento obligatorio para todas las universidades, ya sean públicas o privadas. A diferencia del caso de Chile que puede durar hasta nueve años; en el Perú, tiene un plazo legal de 120 días hábiles para la obtención del licenciamiento institucional. Además, tiene carácter temporal y renovable; pudiendo recaer sobre la universidad en su conjunto (licenciamiento institucional) o solamente sobre la filial, facultad o programa de estudios. Un aspecto trascendental lo constituye la denegatoria del licenciamiento, tanto en Chile como en Perú, va a conllevar el cierre de la universidad. En Chile, de acuerdo con el CSE (2009) durante el periodo de 1990 al 2017 se cerraron 18 universidades privadas. En cambio, en el Perú de un universo de 145 universidades, se denegó el licenciamiento a 3 universidades públicas[3], 46 privadas y a 2 escuelas de posgrado privadas; dando un total de 51 instituciones educativas que, en un plazo de dos años van a tener que cesar de forma definitiva el servicio educativo.

Finalmente, del análisis comparativo realizado, se observa que la normatividad chilena logró implementar una gestión prospectiva y de acompañamiento que propició una menor afectación a los estudiantes y trabajadores; regulando un Plan de Cierre que garantizó la continuidad de los estudios, el respeto de los derechos laborales de los trabajadores y, de producirse algún perjuicio objetivo, se contempló un plan de indemnización por los daños causados a los estudiantes y a los trabajadores de la universidad. En cambio, en el Perú se calcula que son más de 231,962 estudiantes de pregrado afectados; evidenciándose que hay seis regiones del interior del país que ya no cuentan con oferta universitaria privada.

Ante tal escenario, cabe preguntarse: ¿Qué pasa con los alumnos? ¿Podrán seguir estudiando? ¿En dónde? ¿Las universidades públicas licenciadas tendrán la capacidad instalada para atender a dicha población? Son preguntas que merecen una respuesta, y una respuesta que otorgue una solución a los estudiantes de pregrado afectados con el cierre de las universidades.

En este contexto, compartimos lo expresado por Papagiannis (como se cita en Santos Guerra, 2002) respecto a que muchas de las reformas educativas implementadas para beneficiar a la población más necesitada, terminó favoreciendo a los más privilegiados de la sociedad. Y ahí reside el temor o desconfianza, en que, más allá de cualquier enfoque para el AC, termine primando una cuestión monetaria en donde solamente aquellas instituciones educativas, con soporte económico y financiero[[4]] van a poder obtener el licenciamiento institucional. En contraposición, aquellas universidades enfocadas a un público ubicado en los quintiles I y II de menores ingresos, van a presentar mayores dificultades para cumplir con todas las CBC; generando que el acceso a la educación universitaria privada sea restrictiva y limitada para una población que presenta una característica en común: su lugar de nacimiento en las zonas geográficas de mayor pobreza del país.

Conclusiones

Una primera reflexión que surge es que, a consecuencia de las políticas neoliberales implementadas, la educación universitaria transitó por un camino muy distante al locus de la calidad; girando solamente en función a indicadores económicos y de competitividad; olvidando que su naturaleza ontológica lleva imbíbita el desarrollo humano sostenible.

Por otro lado, si se analiza la normatividad chilena y peruana se advierte que no existe ningún artículo legal que defina conceptualmente el término de calidad; pero ello no es óbice para afirmar que el proceso de licenciamiento, tanto en Chile como en el Perú, cumple un rol trascendental para el aseguramiento de la calidad educativa. Sin embargo, es un procedimiento perfectible que merece ser revisado constantemente. Si bien es cierto, habrá voces, con o sin conflicto de interés, que abogan por su eliminación; esta postura resulta obtusa y de ojos vendados a una realidad que clama por dejar atrás el laissez faire liberal del servicio educativo universitario.

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[1]     Entre las que se puede mencionar: el Fondo de Crédito Solidario, el Crédito con Aval del Estado (CAE) y el crédito CORFO; entre otros.

[2]     Los otros tres escenarios son: Cinética del Arraigo, Activismo Pedagógico y Transformacionismo Pedagógico; los cuales no se van a desarrollar en el presente trabajo.

[3] Estas son: Universidad Nacional Pedro Ruíz Gallo (Lambayeque), Universidad Nacional Ciro Alegría (La Libertad) y Universidad Nacional San Luis Gonzaga (Ica); sin embargo, esta última universidad se presentó nuevamente (Modelo de Licenciamiento para universidades nuevas) y obtuvo su licencia institucional mediante la Resolución del Consejo Directivo N° 002-2022-SUNEDU/CD publicada el 15 de enero de 2022.

[4] Por ejemplo, en el Perú, el grupo empresarial Intercorp (Banco Interbank) es propietaria de Innova Schools (educación básica), IDAT (educación superior tecnológica), IT’S (educación superior pedagógica) y de UTP (universidad). Asimismo, Laureate Education es propietaria de CIBERTEC (educación superior tecnológica) y de las universidades privadas UPN y UPC. Cabe señalar que, en Chile, el citado grupo de inversión internacional era propietario del Instituto AIEP y del Instituto Profesional Escuela Moderna de Música y Danza, así como también de las universidades de las Américas, la Universidad de Viña del Mar y la Universidad Andrés Bello. Sin embargo, en el 2020 traspasó la propiedad de todas sus instituciones educativas, dejando de operar en Chile.