ISSN 2709-9164

https://doi.org/10.53940/reys.v1i1.49                                                                                                                                                                                                                                                Vol. 1(1) 2020

 

Dante, pensador teológico-político

 

 Dante, Theological-Political Thinker

 

Ricardo Laleff Ilieff 1


 

 

 

 

 


 

 

Citar como: Laleff, R. (2020).  Dante, pensador teológico-político. Revista Educación y Sociedad, 01(01), 45-54. doi: 10.53940/reys.v1i1.49

Artículo recibido: 12-07-2020

Artículo aprobado: 20-08-2020

Arbitrado por pares

 

Resumen

El presente trabajo analiza el pensamiento teológico-político de Dante Alighieri esgrimido en De Monarchia. Para ello, se reponen tres de sus aspectos fundamentales: 1) el llamado que realiza a la configuración de un Emperador Universal en vistas de lograr la paz y la unificación de la humanidad, 2) la evocación de Roma como su expresión histórica más legítima y 3) el tipo de vinculación que debe efectuarse entre la Iglesia y el poder secular.    

Palabras clave: Dante, monarquía, imperio, Roma

Abstract

The present article analyzes the theological-political thought of Dante Alighieri developed in De Monarchia. Consequently, three of its fundamental aspects will be replaced: 1) the call he makes for the configuration of a Universal Emperor in order to achieve peace and humanity’s unification; 2) the evocation of Rome as its most legitimate historical expression; 3) the type of link needed between the Church and the secular power.   

Key words: Dante, monarchy, empire, Rome

1 Universidad de Buenos Aires (Argentina).   ricardo.laleffilieff@conicet.gov.ar           https://orcid.org/0000-0002-9058-6580


 

Introducción

Es conocida la fama que recubre a Dante Alighieri por su inmortal y original Divina Comedia; fama, sin embargo, que no siempre avizora el costado político de su figura, inclusive en su célebre poema. Pero, por costado político no nos referimos simplemente a aquellos aspectos de su biografía que lo cifran como protagonista de la convulsionada vida florentina del siglo XIV, sino como autor de un tratado original que alude directamente a las tensiones propias del mundo medieval, principalmente, a aquellas que respondían a las disputas entre la autoridad secular y la religiosa (Kantorowicz, 1985; Romero, 1950; 1987).

En el presente escrito ofreceremos algunas glosas sobre este pequeño ensayo intitulado De Monarchia [1312-1313] -de ahora en más De la Monarquía-, cuya redacción Dante la emprende ya en el exilio (Crespo, 1999; Varela-Portas, 2006). Nuestra tarea consistirá en reponer tres aspectos bien específicos que se detallan en sus páginas. Así, en el primer apartado indicaremos el horizonte conceptual que se propone la intervención dantesca; en el segundo, movilizaremos cómo ese horizonte universal delineado por el autor posee un contenido particular que remite a la figura del Imperio romano para, en el tercer y último apartado, comentar su decir acerca del vínculo entre la autoridad política y el papado. Así, estaremos en condiciones de expresar, a modo de cierre, ciertas aristas que muestran la singularidad de su reflexión política (Gilson, 2011; Skinner, 1993); singularidad, empero, que lo ubica en un lugar discordante con las apuestas de otros pensadores -como Nicolás Maquiavelo y Martín Lutero- que, siglos después, se pronunciarán sobre algunos de estos mismos tópicos cimentando la discusión sobre la secularización del poder.  

La verdad oculta

En las primeras páginas de De la Monarquía, Dante nos indica que su obra tiene como objeto a la verdad “más útil y la más oculta” (1990, p.35) entre todas: la “Monarquía temporal” (1990, p.36). Sin embargo, Dante sabe que se trata de un tópico poco novedoso para la tradición de pensamiento en la que se inscribe. No desconoce, de hecho, que ya Aristóteles (2005) supo definir a la monarquía como el gobierno de un hombre virtuoso que procura el bien común. Tampoco ignora que Tomás de Aquino (2003), siguiendo esta senda abierta por el Estagirita, la consideró la más justa y estable de las formas políticas, en tanto logra garantizar la unidad social y satisfacer las necesidades biológicas de la población. En base a esto, entonces, la mentada “verdad oculta” De la Monarquía de la que nos habla Dante, remite menos a un descubrimiento que a un develamiento tendiente a justificar su afirmación teórico-política, desplegada en este pequeño escrito.

En este punto se observan aristas que lo acercan y también lo distinguen de otros pensadores fundamentales, como los ya mencionados Aristóteles y Tomás (Chiesa y Tabarroni, 2012; Schneider, 2016), pero también de Averroes (Bianchi, 2015; Montenegro, 2003; Sánchez Madrid, 2014; Schneider, 2016; Vatter, 2019), Marsilio de Padua (Aparicio Ruiz, 2006; Tabarroni, 2015) y Alberto Magno (Ubl, 2003). Inclusive, Dante parece encontrarse próximo a lo que tiempo después dirá uno de sus admiradores más célebres, Maquiavelo (Mattei, 2016), y hasta de la empresa reformista acuñada por Lutero. En los apartados sucesivos, apelaremos a estos dos autores en vista de entender lo que Dante se propone hacer con su apelación a Roma y con sus críticas a la Iglesia.

Pero, para ello, deberemos tener primero bien en claro que la monarquía que tiene en mente el célebre poeta posee un objetivo: unificar al género humano. Se trata de un gobierno que excede la buena administración de un espacio territorial. En este sentido, la monarquía dantesca no es más que uno de los nombres que asume la estructura imperial de lo político. Así nos lo hace saber el propio Dante: “la Monarquía temporal, llamada Imperio, es el Principado único, superior a todos los demás poderes en el tiempo, y a los seres y cosas que por el tiempo se miden” (1990, p.36).

 

Precisamente en el primer capítulo de De la Monarquía, Dante cifra los alcances de su indagación: el Imperio debe desplegarse en todo el mundo conocido hasta ese entones. De allí que nos hable de la humanidad y del fin que ésta posee. Dante asevera de este modo que la sociedad está por sobre el hombre y la unidad del género se encuentra por sobre las diferentes sociedades. La similitud con lo esgrimido por Aristóteles parece notoria. Dante coincidiría con cada una de las palabras que conforman la siguiente frase que el filósofo expresó en Política: “el todo es necesariamente anterior a las partes” (Aristóteles, 2005, p.1253ª 20). Sin embargo, no debemos olvidar una diferencia sustancial entre ambos pensadores, que remite a los diferentes contextos de enunciación y que permite observar un matiz en ambos pareceres sobre lo político: mientras el horizonte aristotélico no puede -ni pretende- trascender los límites del mundo polis-céntrico, el dantesco busca abarcar el mundo medieval excediéndolo, es decir, comprendiendo al planeta mismo como una unidad (Pinchard, 2013). Y para ello el cristianismo resulta fundamental, debido a sus intentos de universalización que inauguraron una visión entera y global sobre la Historia (Hegel, 2004).

Ahora bien, Dante señala que todo ser humano busca la felicidad y que ésta sólo es posible de alcanzar si el género se dispone a hacerlo de una misma forma, bajo una misma voluntad. Esto, lejos de ser una imposibilidad para el autor, abona su argumento a favor del Emperador. De allí que sostenga, a partir de una analogía, que si el individuo no puede lograr la autosuficiencia y el vivir bien al apartarse de la sociedad -porque es un animal político por naturaleza-, tampoco podrán los reinos obtener la felicidad si se aíslan o se enfrentan entre sí (Del Vecchio, 1968). El imperio debe articular esa pluralidad política del mundo. Así, Dante se pronuncia sobre uno de los rasgos nodales del tiempo que le tocó habitar. Recordemos: la fragmentación medieval se verificó en las sangrientas disputas entre gibelinos y güelfos que azotaron a numerosas ciudades italianas (Waley, 1969); disputas, a su vez, que derivaron del antagonismo verificado en casi toda Europa a partir de la denominada “Querella de las Investiduras” de los siglos XI y XII, cuyos protagonistas fueron los papas y los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico (Aparicio Ruiz, 2006; Kantorowicz, 1985). Este tipo de acontecimientos se constituyeron en la expresión de lo fallido de un equilibrio institucional que debía darse entre el poder de los príncipes y el poder del papado. Como ya hemos visto, Dante, miembro de la facción güelfa, sufrirá el destierro de su ciudad y la expulsión de la Iglesia (Campanella, 2015; Reynolds, 2006; Ubl, 2003). De la Monarquía es, precisamente, el testimonio de un hombre que ha sido azotado por esa grieta histórica. En cierta medida, es el intento de un pensador y de un político por quebrar la unilateralidad de las disputas medievales, por distinguir el camino para ello, que no hacían más que replicar la división al interior mismo de la cristiandad.

No es menor que en la primera parte de su tratado la guerra aparezca como la explicación más cabal de un paradigma que, por pensar solo en la particularidad de los contendientes, pospone la tan mentada felicidad de la humanidad. Para que esto no siga ocurriendo, para regenerar el mundo, Dante propone instaurar a un Monarca universal, una suerte de juez que arbitre las diatribas entre las distintas autoridades temporales, ya que “el igual no tiene imperio sobre el igual” (1990, p.45). En este sentido, el Emperador que delinea Dante posee una dignidad superior a cualquier otra figura institucional (Kelsen, 2007). Desde tal perspectiva, solo con su presencia la justicia pasará a ser posible en el mundo, pues “alcanza su plenitud” cuando “la imparte un sujeto de voluntad sin trabas y de sumo poder” (1990, p.47).

De este modo, Dante cree resolver un problema que la Modernidad hobbesiana establecerá como irresoluble y que aparecerá en ella como una verdad: en el terreno del Derecho Internacional no hay entidades superiores a las entidades estatales; por ello, los Leviatanes deben ir a la guerra si pretenden defender su independencia (Hobbes, 2007). El Emperador dantesco, en cambio, anula esta posibilidad al pacificar las distintas coordenadas geográficas del Orbe. Los únicos obstáculos que el florentino encuentra para ello son los apetitos y la ambición de los hombres. Una vez eliminados por el peso de la organización imperial, la justicia alcanzará su máxima expresión. El Monarca se mantendrá fuera de estas tentaciones en tanto “no tiene nada que desear, pues su jurisdicción termina en el Océano, lo que no ocurre con otros príncipes cuyos principados terminan donde empiezan otros” (1990, p.48). En suma, el Emperador nada ambiciona porque su poder es absoluto, el máximo posible; de allí que sus súbditos lo amen. Dante remarca enfáticamente este punto señalando que tal figura se encuentra más próxima a su pueblo que cualquiera de sus subordinados. Existe como un gran pastor que cuida de todo su rebaño y de cada una de sus ovejas, tal como Dios lo hace con sus hijos.

Esta metáfora tan representativa de la cultura judeo-cristiana, a la que apelamos aquí para figurar el decir dantesco sobre el tipo de dominio que instaura el Emperador, nos permite ir adentrándonos en la insoslayable marca religiosa que posee. Sorprende, de todos modos, que el propio Dante no se plantee como problema real la ambición de los súbditos, es decir, que no advierta que los príncipes pueden ambicionar el rol de Emperador. En este marco, cabe recordar que Dante no elimina la presencia de otras autoridades, más bien aplica una suerte de descentralización. Pero en esto debemos ser bien claros, ya que De la Monarquía no propone un reparto o una división del poder, mucho menos una fragmentación de la autoridad. Ensaya, en verdad, un intento de articulación descendente, una suerte de entramado gubernamental que se irradia desde un centro absoluto. De modo que existen otras autoridades, pero se encuentran subordinadas al Monarca. Esto se explica en tanto las autoridades locales devienen necesarias, debido a que la persona del Emperador no puede encontrarse físicamente, en un mismo tiempo, en todas las coordenadas que componen su jurisdicción que, recordemos, es el mundo mismo. De allí que sostenga la importancia de promulgar leyes específicas que se adapten a las costumbres de distintas regiones con sus autoridades.

En suma, Dante está lejos de expresar una suerte de antecedente del federalismo, tal como lo harán tiempo después Montesquieu (2015) y los padres fundadores de los Estados Unidos (Hamilton, Madison y Jay, 2015). La pluralidad que Dante tiene en mente no constituye una unidad; la pluralidad de hombres y de reinos que se explica en su obra solo tiene sentido por una unidad anterior -la del género humano- que replica, como forma legítima de gobierno, la unidad en la persona del Emperador. De allí que construir la unidad desde la pluralidad sea un “pecado” (1990, p.56), ya que “todo lo que es bueno, es bueno por algo que consiste en uno” (1990, p.56).

Lo que tenemos que retener de lo dicho hasta el momento es que Dante parece intentar atacar la fragmentación característica de su tiempo histórico, es decir, la de una Era que consagró la inestabilidad debido a las múltiples disputas entre los reinos, pero también entre éstos y el papado.

A continuación, proseguiremos con nuestra revisión de su apuesta política a partir del lugar específico que le asigna a Roma. A manera de introducción diremos aquí que, en el libro segundo de De la Monarquía, Roma aparecerá no solo como un ejemplo del pasado que muestra las bondades de una autoridad absoluta, sino también como la sede específica de esa misma autoridad que es menester reinstalar a los fines de conducir a la humanidad. De allí que se trate de una unidad bien específica, asociada a un contenido particular; de una unidad ya forjada, ya conocida, que debe ser recuperada, desoscultada. 

La recuperación de Roma

En La Ciudad de Dios, Agustín de Hipona (1994) -uno de los padres de la patrística- emprendió la difícil tarea de polemizar con aquellos que sostenían que la caída de la civilización romana había sido el producto del advenimiento del cristianismo como religión oficial del Imperio. En ese marco, acometió la dura empresa de convencer a los propios seguidores de Jesús para que persistieran en su fe, ya que la desesperanza había inundado sus corazones tras el saqueo de Roma a manos de las tropas de Alarico, jefe de los visigodos. Sostenía que el cristianismo era la única verdadera religión y que el paganismo debía ser juzgado como un culto ligado a los demonios que, durante siglos, había engañado a los hombres. Desde la perspectiva agustiniana, Roma había caído por esa corrupción extendida desde la herejía, mientras que su grandeza solo podía explicarse por los dones que Dios había proveído.

A Dante, en cambio, no le tocó la empresa de simbolizar el declive del Imperio en el momento mismo en el que se producía. Su intención consistía en que el espíritu romano renaciera en vistas de cambiar el modelo organizacional que se había instaurado tras sus ruinas. Desde su óptica, sólo Roma podía lograr unificar al género humano y conducirlo hacia la paz y hacia la felicidad terrenal. Su dominación sobre el resto de los pueblos resultaría legítima, tanto como lo había sido en el pasado. Atendiendo a su lectura, esto se puede comprender tanto a través de la razón como a través de la fe. Así, Roma no sólo gozó del beneplácito divino, sino que además se ganó el derecho a ejercer la función de regente del mundo. ¿Cómo? A través de disputas bélicas. En esta segunda parte de De la Monarquía, la guerra aparece de un modo bien distinto a lo esbozado en la primera, menos vinculada al conflicto de la pluralidad que a su instrumentación para consagrar un dominio específico.

En ese marco, Dante nos explica que, una vez agotados los medios pacíficos de resolución de conflictos, y cuando se carezca de un juez superior a las partes intervinientes, las distintas comunidades políticas pueden ir a la guerra. En cierto sentido, no queda tan lejos de lo que señalará Hobbes (2007) tiempo después: 

 

Cuando dos adversarios, con todas las fuerzas de sus cuerpos y de sus almas, luchan sin odio y por amor de la justicia, apelan de común acuerdo al juicio divino. Esta lucha, por haber sido primitivamente de uno contra uno, es lo que llamamos duelo (Alighieri, 1990, p.83).

 

Estos duelos a los que se refiere el poeta italiano son las disputas entre los reinos que pujan por extender su dominación y convertirse en ordenadores de la temporalidad. Dante vuelve sobre la crónica histórica romana para mostrar ese proceso.

Nos cuenta que habitaban en Italia dos pueblos de raíz troyana -el albano y el romano- que entraron en conflicto entre sí. Posteriormente, éstos últimos entablaron contiendas con otros reinos, tanto limítrofes como ubicados más allá de sus fronteras. En todas ellas, Roma supo hacerse con la victoria. Dante observa en esta seguidilla de triunfos romanos la razón por la que la unidad de la humanidad solo puede ser considerada una empresa de los romanos. Así, la política aparece en De la Monarquía como mera reposición de una política ya conocida, ya ejecutada en la Antigüedad.

Dante quiere mostrar, por todos los medios de su intelecto, la singularidad de Roma. Indica cómo su población se distingue de otras, cómo con su dominio territorial hizo posible un horizonte universal de gobierno, cómo pudo así, efectivamente, ejercer su autoridad. De hecho, anteriormente lo intentaron los asirios con su rey Nino, los persas comandados por Ciro y hasta el mismísimo Alejandro Magno, pero ninguno de ellos pudo concretarlo. Es más, Dios intervino para evitar los triunfos de este famoso gobernante macedonio:

 

¡Oh, magnitud de las riquezas de ciencia y sabiduría de Dios! ¿Quién podría no admirarte? Pues amenazando Alejandro sobrepasar en la carrera al otro atleta, Tú para impedir que su temeridad siguiese adelante, lo apartaste del certamen (Alighieri, 1990, p.81).

 

Hasta el propio Cristo legitimó, según Dante, al Imperio Romano, pues nació de la Virgen María en un territorio que se encontraba bajo jurisdicción del Emperador (Kantorowicz, 1985). Como Dios envió a su Hijo para redimir a la humanidad del pecado introducido por Adán, la misión que le encomendó sólo podría haber sido posible de cumplimentarse en el marco de una autoridad legitimada en términos trascendentes:

 

Si pues, Cristo no hubiera padecido bajo un juez competente, su pena no habría sido un castigo; y no habría podido ser juez competente quien no tuviera jurisdicción sobre todo el género humano, pues todo el género humano debía ser castigado en la carne de Cristo, la cual (como dice el Profeta) soportaba y contenía nuestros dolores (Alighieri, 1990, p.90).

Es interesante notar cómo Dante, de esta manera, apela al registro de la historia efectuando una lectura particular sobre su discurrir; particularidad que se condensa con determinados presupuestos teológicos que lo animan (Bertelloni, 1981). Así, Roma se vuelve la expresión de un pasado que debe reactivarse en el presente por las virtudes de su pueblo, pero también por la gracia divina. De esta forma, el conflicto medieval entre distintos órdenes institucionales y sus autoridades puede subsanarse restableciendo aquel dominio que nunca debió haber desaparecido. A diferencia de lo que dirá su compatriota Maquiavelo, Roma opera en Dante como ese significante que abre la politicidad del mundo para, luego, restringirla en una universalidad que evita todo el conflicto entre las particularidades que compiten por superponerse en un plano superior. Para el autor de El Príncipe, Roma será el símbolo que debe ser recuperado, pero solo para que Italia deje de ser objeto de la política europea, botín de las potencias. Estas diferencias, que no pueden ser del todo entendidas sin las coordenadas coyunturales adecuadas que separan y al mismo tiempo vinculan a ambos pensadores, muestran un hiato entre las respectivas concepciones sobre la política.

Para Maquiavelo, la grandeza de Roma residía en la virtud de los ordenamientos jurídicos de la República; ordenamientos que, como rezará el propio autor en su Discursos sobre la primera década de Tito Livio, permitían que la libertad y la ley surgieran de la canalización institucional del conflicto, pues éste se originaba en los intereses contrapuestos entre los dos partidos de la ciudad: los grandes y el pueblo. ¿Cuáles son esos intereses opuestos? Los grandes desean extender su dominación; el pueblo sólo pretende no ser dominado:

 

Observando los propósitos de los nobles y los plebeyos, veremos en aquéllos un gran deseo de dominar, y en éstos tan sólo el deseo de no ser dominados, y por consiguiente mayor voluntad de vivir libres, teniendo menos poder que los grandes para usurpar la libertad (Maquiavelo, 2003, p.44).

 

 

Posteriormente, al organizarse Roma como un Imperio, el pueblo comenzó a perder la libertad y a sufrir los males de la corrupción. Así, Maquiavelo sostendrá que Bruto y Casio, quienes se complotaron para asesinar a Julio César con el objeto de evitar la tiranía, actuaron movidos por “el deseo de liberar a la patria” (2003, p.320) del dominio despótico, es decir, se convirtieron en verdaderos héroes de la república. Dante, en cambio, los condenará a ambos en la Divina Comedia. De hecho, en el canto trigésimo cuarto del Infierno entrega una descripción sobre Lucifer en donde sus tres rostros, con sus respectivas bocas, despedazan de manera ininterrumpidamente a un pecador paradigmático de la historia. Uno de estos eternos torturados es Judas Iscariote, quien traicionó a Jesús y al orden divino deseado por el Padre; los otros dos son, precisamente, Bruto y Casio, quienes destruyeron el orden secular del Imperio, quienes se ataron al horizonte republicano asesinando a Julio César, quienes obturaron la victoria de la única autoridad que podía lograr unificar al género humano. 

Dicho esto, debemos volver sobre las páginas de De la Monarquía y comprender, con mayores detalles, el tipo de relación que Dante esgrime entre la autoridad política y la religiosa. Esto nos permitirá evaluar su dimensión como pensador teológico-político.

Los dos soles

Sabemos bien que el vínculo entre el poder secular y el poder eclesiástico ha sido un tópico crucial para el pensamiento medieval. Los ya mencionados Agustín de Hipona y Tomás de Aquino abogaron, cada uno con sus matices, por la supremacía de la Iglesia Católica por sobre los príncipes. Si bien es cierto que existieron voces que señalaron lo contrario -como la de Marsilio de Padua (2009)-, lo cierto es que será Lutero quien producirá un quiebre definitivo en el modo en el que se comprendía ese vínculo en la Edad Media. Un breve recorrido sobre su postura nos permitirá entender la singularidad del decir dantesco, tanto como el rango de alcance de su pensamiento sobre la autonomía de lo político.

Recordemos: para Lutero, todos los cristianos pertenecen a un mismo orden diferenciándose simplemente por la función que ocupan en él. Por ello, considerará que cualquiera puede llegar a ser ungido como sacerdote y predicar el Evangelio si así las circunstancias lo requieren. De hecho, un posible caso extremo, como lo es un naufragio, dota de pertinencia esta aseveración. De este modo, Lutero ensayará una visión más amplia sobre la cristiandad, buscando romper con el dominio papal y con la visión verticalista de la Iglesia, pues en definitiva cualquier creyente está en condiciones de interpretar las Sagradas Escrituras a través de su subjetividad.

En ese marco, el mencionado teólogo afirmará que “Cristo no tiene dos cuerpos, uno seglar y otro eclesiástico; es una sola cabeza y tiene un solo cuerpo” (1998, p.11). Sin embargo, se trata de una unidad con dos reinos; reinos que se necesitan mutuamente y se complementan, ya que sus funciones difieren, tanto como sus áreas de competencia. La cabeza de uno de ellos es Dios a través de Jesús -y no el Sumo Pontífice- y la otra son los príncipes. El primero de estos reinos se ocupa del alma y el segundo de la materialidad terrenal.

De modo que Lutero romperá con la idea de una universalidad del poder. El reino de Dios se interioriza, se libera en el fuero íntimo, ya que los hombres no necesitan de una mediación institucional que monopolice las enseñanzas de la divinidad. Desde el punto de vista de lo político, la consecuencia más interesante de estas promulgaciones luteranas remite a que el ejercicio de los príncipes se libera de cualquier atadura eclesiástica, mas no religiosa, pues todo poder proviene del Creador. En suma, Lutero no secularizará al poder, más lo liberará de las imposiciones de la Iglesia en su ejercicio efectivo. En lo que atañe a cuestiones mundanas, no hay autoridad alguna que se encuentre por sobre los príncipes. Los dos órdenes que componen la cristiandad no se superponen. El papa no debe circunscribirse al territorio del Vaticano, sino desaparecer en tanto carece de función alguna. Se trata de una visión sobre la cristiandad que pretende romper con las desigualdades impuestas por el clero.

En consecuencia, la solución luterana al conflicto medieval consistirá en el establecimiento de una dualidad de poderes que ya no se basa en un inestable equilibrio, sino en una separación tajante entre interioridad y exterioridad de la vida, entre espiritualidad y materialidad, entre fuero íntimo y fuero externo del sujeto. Así, la libertad del individuo se establecerá como principio de la cristiandad, pero solo en la esfera de su conciencia. La política quedará como un terreno exclusivo de los príncipes, quienes solo le rendirán cuentas a Dios; solo se subordinarán a él, pues su tarea consiste en asegurar la paz del mundo a través de la espada. Los malos deben ser castigados y los buenos, protegidos. De no cumplirse con este recado, Dios establecerá las modificaciones que crea pertinentes o simplemente castigará a los príncipes una vez éstos deban rendir cuentas en el más allá. Pero los súbditos, bajo ningún concepto, pueden revelarse contra la autoridad, aun cuando sea sumamente injusta y abusiva. Es que si lo hacen cometerían el pecado imperdonable de insubordinarse a Dios, pues todo príncipe posee la legitimidad que deriva de lo trascendente. Por ello, Lutero, en uno de los pasajes más polémicos de su trayectoria, le solicitará a las autoridades el exterminio de los campesinos de Suabia, quienes dirigidos por el también reformista Thomas Müntzer abogaban por mayores niveles de igualdad social y económica. 

Desde la perspectiva luterana, los cristianos -los verdaderos cristianos- viven de acuerdo a las máximas del Evangelio y se subordinan al poder secular aun cuando no necesiten de él, pues lo hacen en vistas de dispensarle su amor al prójimo, tal como lo supo enseñar Cristo. Esta visión consagrará una profunda desigualdad política amparada en una revolucionaria visión sobre la igualdad religiosa. Los hombres y las mujeres deben soportar el mal o la injusticia del mundo “entregando la otra mejilla” o abandonando su morada en busca de otra más justa. El horizonte dantesco de la felicidad queda entonces absolutamente obturado. La vida en este mundo está plagada de error. Las Sagradas Escrituras direccionan el espíritu al verdadero fin de la humanidad, reparan el pecado que mancha al género, hacen que cada uno vuelva a la derecha del padre a según la fe que mostró en su vida. A diferencia de Dante, el iniciador de la reforma no creerá factible la paz; tampoco pretenderá restablecer el imaginario de un Imperio mundial. De su obra nacerá una fuerte legitimación de los Estados Absolutistas, pues la creencia quedará consagrada en lo privado, mientras la subordinación será establecida como piedra angular de la arena pública. El ideario dantesco, por su parte, carecería de un correlato empírico: Roma no volvería a erigirse como regente del mundo, tampoco lo haría otro reino en su lugar. Así, la paz universal ponderada en De la Monarquía quedó como una quimera. Sin embargo, no por ello el modo en que lo religioso y la política debían articularse para el poeta carece de interés teórico. Un aspecto sustancial para avizorar su importancia remite al filo de las críticas que enarbola al papado (Varela-Portas, 2006). A Dante le molestaba que la Iglesia pugnara por el control político y que se ocupara de atesorar riquezas (Kantorowicz, 1985; Miethke, 2006; Romero; 1950). Por ello, en el tercer libro de su opúsculo político, explica aquello que en la Divina Comedia pone en boca de un italiano llamado Marco:

 

Las leyes existen, pero ¿quién se cuida de su cumplimiento? Nadie; porque el pastor que precede a las almas puede rumiar, pero no tiene la pezuña hendida. Por lo cual, viendo todo el rebaño a su pastor cebarse únicamente en aquellos bienes que él es tan codicioso, se pacienta de los mismos y no pide más. Bien puedes ver, por esto, que en el mal gobierno estriba la causa de que el mundo sea culpable, y no en que nuestra naturaleza esté corrompida.

 

Roma, que hizo bueno al mundo, solía tener dos soles que iluminaban uno y otro camino, el del mundo y el de Dios. Uno de los dos soles ha oscurecido al otro y la espada se ha unido al báculo pastoral; así juntos, por fuerza deben ir las cosas de mala manera; porque estando unidos, no se temen mutuamente (1999, p.163).

 

Dante le asigna entonces a la Iglesia la responsabilidad por el andar desviado del mundo. En ese marco, discute abiertamente con aquellos que, apelando a las Sagradas Escrituras, sostienen la legitimidad del papa sobre los príncipes temporales. Una vez más, el pensador apela al registro teológico para proponer una solución al problema que avizora. Dado que el “hombre” posee una constitución dual -la materia como elemento corruptible y el alma como elemento incorruptible- se deben perseguir tanto los fines espirituales como los materiales. Tal como lo entendió Agustín, Dante considera que la autoridad política posee una meta positiva y un origen negativo. Positiva es la meta, en tanto permite la felicidad de todos los hombres en el mundo y en tanto se encuentra legitimada por Dios; negativo es su fin, en tanto su existencia deviene del pecado original introducido por Adán, quien afirma la debilidad humana (Rossi, 1999). Sin embargo, para Dante, toda imperfección de su accionar no proviene de Dios, sino del mal uso del libre arbitrio que éste les concedió a sus criaturas más amadas.

Lo que es importante, entonces, es que ambos fines se relacionan con la felicidad. Pero en la vida terrenal, la virtud y la filosofía tienen su cuota de importancia, mientras que el don de la gracia y la fe permiten acceder a la salvación del alma. No en vano el poeta Virgilio, quien simboliza en la Divina Comedia a la razón, se encuentra condenado en el Limbo, ya que, si bien era poseedor de gracia y de inteligencia, carecía de la fe necesaria para ascender al Paraíso Celestial, pues era un hombre pagano que no llegó a conocer las máximas de Cristo. En este sentido, Dante consagra a la figura del Sumo Pontífice como la guía de los hombres. Por ello, nos dice en De la Monarquía que, si bien el Emperador no es legitimado por el “vicario de Dios”, no es tampoco completamente independiente de él, al existir una relación entre la concreción de los dos fines del hombre. Así, “para obrar mejor y más eficazmente”, le resulta beneficioso recibir “la luz de la gracia, que en el cielo y en la tierra le infunde la bendición del Sumo Pontífice” (1990, p.100). En este sentido, el pensamiento político dantesco queda preso de la misma tensión irresoluble que caracteriza al horizonte medieval. Por ello, no parece del todo certero el juicio de Kantorowicz que señala que “Dante no enfrentó a la humanitas con la Christianitas, pero sí las separó la una de la otra” sacando “lo «humano» del recinto cristiano” y aislándolo “como un valor en sí mismo” (1985, p.453). Es que aun con toda su singularidad, Dante no es más que un exponente de esa misma tensión y no quien al retomarla, como Lutero, la resignifica, o quien, al negarla, como Maquiavelo, la elimina por la absoluta radicalidad que le asigna a la inmanencia. De allí que la contraposición entre su decir y el de estos dos exponentes de la naciente Modernidad nos permita ver una mixtura en su obra que indica cómo la política permanece como cuestión religiosa y la religión conserva su dimensión política, ya que en definitiva el suyo no es más que un intento por consagrar una teología-política que, al igual a otros de su época, no discrimina lo humano de lo cristiano.

 

A modo de cierre

En las páginas que aquí concluyen hemos querido repasar la apuesta política esgrimida por Dante en un pequeño tratado de su autoría, que reza la necesidad de un Imperio que condense la pluralidad del mundo y dirija a la humanidad hacia la paz y su felicidad. Nos hemos percatado, en ese trayecto propuesto, que su singularidad contrasta con ciertas variaciones que Maquiavelo y Lutero, tiempo después, presentarán como rupturas conceptuales fundamentales y que inaugurarán determinados trazos de la Modernidad.

Referencias

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